Eduardo Galeano, “El portero” en El fútbol a Sol y a sombra y otros escritos. México, SEP-Siglo XXI, 1995.
23. El portero
También lo llaman arquero, guardameta, cancerbero o guardavallas, pero
bien podría ser llamado mártir, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que
donde él pisa, nunca más crece el césped. Es uno solo. Está condenado a mirar
el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres
palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el
árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el portero consuela su soledad con
fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta
del futbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las
deshace. Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en
pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo.
Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es el portero: allí
lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando
el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de
pelotazos, expiando los pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero
se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo
certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el
sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una
sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces
el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia
eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.
El gol
El gol es cada vez menos frecuente en la vida moderna. Hace medio
siglo, era raro que un partido terminara sin goles: 0 a 0, dos bocas abiertas,
dos bostezos. Ahora, los once jugadores se pasan todo el partido colgados del
travesaño, dedicados a evitar los goles y sin tiempo para hacerlos. El
entusiasmo que se desata cada vez que la pelota sacude la red puede parecer una
locura, pero hay que tener en cuenta que el milagro se da poco. El gol, aunque
sea un golecito, resulta siempre gooooooooooooooooooooooool en la garganta de
los relatores de radio, un do de pecho capaz de dejar a Caruso mudo para
siempre, y la multitud delira y el estadio se olvida de que es de cemento y se
desprende de la tierra y se va al cielo.
El ídolo
Desde que aprende a caminar, sabe jugar. En sus años tempranos alegra
los llanos, juega que te juega en los andurriales de los suburbios hasta que
cae la noche y ya no se ve la pelota, y en sus años mozos vuela y hace volar en
los estadios. Sus artes malabares convocan multitudes, domingo tras domingo, de
victoria en victoria, de ovación en ovación.
La pelota lo busca, lo reconoce, lo necesita. En el pecho de su pie,
ella descansa y se hamaca. Él le saca lustre y la hace hablar, y en esa charla
de dos conversan millones de mudos. Los nadies, los condenados a ser por
siempre nadies, pueden sentirse álguienes por un rato, por obra y gracia de
esos pases devueltos al toque, esas gambetas que dibujan zetas en el césped,
esos golazos de taquito o de chilena: cuando juega él, el cuadro tiene doce
jugadores.
-¿Doce? ¡Quince tiene! ¡Veinte!
Eduardo Galeano, “El portero” en El fútbol a Sol y a sombra y otros
escritos. México, SEP-Siglo XXI, 1995.
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