Lygia Bojunga Nunes, “El bistec de la esquina” en ¡Chao! México, SEP-Norma, 2005.



37.          Konrad o el niño que salió de una lata de conservas

La señora Berti Bartolotti se sentó en la mecedora y empezó a desayunar. Se tomó cuatro tazas de café, tres panecillos con mantequilla y miel, dos huevos pasados por agua y una rebanada de pan negro con jamón y queso, y una rebanada de pan blanco con foie-gras de ganso. Como la señora Bartolotti se mecía mientras comía y bebía -al fin y al cabo las mecedoras son para mecerse-, su bata azul celeste acabó llena de manchas marrones, de café, y amarillas, de huevo. Además, gran cantidad de migas de pan le cayeron por el cuello de la bata.
La señora Bartolotti se levantó y empezó a saltar sobre un pie por el cuarto de estar hasta que todas las miguitas hubieron caído de la bata. Después se chupó los dedos pegajosos de miel. Entonces se dijo a sí misma:
-Criatura, ahora vas a lavarte y a vestirte como es debido y a ponerte a trabajar, ¡pero rápido!
Cuando la señora Bartolotti hablaba consigo misma, siempre se decía "criatura".
En la época en que la señora Bartolotti era realmente una criatura, su madre le decía constantemente:
-Criatura, que ya hagas la tarea. Criatura, que seques la vajilla. Criatura, cállate.
Y             más tarde, cuando la señora Bartolotti ya no era una niña, su marido, el señor Bartolotti, siempre le decía: 
-Criatura, que prepares pronto la comida. Criatura, que me cosas un botón de los pantalones. Criatura, que friegues el suelo.
La señora Bartolotti se había acostumbrado a cumplir las órdenes y los encargos sólo cuando la llamaban "criatura". Su madre hacía tiempo que había muerto y el señor Bartolotti hacía tiempo que se había ido a vivir a otra parte; a nadie le interesaba por qué, era un asunto privado. En todo caso, la señora Bartolotti no tenía a nadie más que a si misma que le llamara "criatura".
Christine Nostlinger, Konrad o el niño que salió de una lata de conservas. México, SEP-Alfaguara Infantil, 2003.
38.          El bistec de la esquina
Cuando Tuca salía de la escuela, iba a ayudar a un amigo a lavar carros. Es decir, era más bien un patrón. O mejor, más bien un socio. Es decir, no realmente un socio... El tipo era el aseador de un edificio. Ganaba salario mínimo. Y para que el dinero no se quedara así de mínimo, lavaba los carros de los que vivían en el edificio.
Un día Tuca pasó por ahí; no conseguía empleo. El aseador le preguntó si quería ser su socio en el negocio de lavar carros:
-Tú lavas unos y yo te doy el 10 por ciento de todo lo que gane.
A Tuca le pareció excelente. Y aquel mismo día comenzó.
Pero apenas llegaba, el aseador se iba al bar de la esquina a tomarse unos tragos; luego se tiraba en algún rinconcito del garaje, y roncaba. Tuca seguía lavando todos los carros.
Un día a Tuca le pareció que estaba trabajando demasiado y que eso del 10 por ciento no estaba claro. Reclamó. Al aseador no le gustó:
-Mira, hermano, hay cien muchachos que viven en la calle, locos por este empleo. Mira: te estoy haciendo un favor. No necesito que me lo agradezcas de por vida, pero no quiero reclamos. Si no te gusta, te puedes ir. 
Las monedas que Tuca recibía le ayudaban a llevar comida a la casa. Tuca siguió lavando carros.
A veces el portero del edificio llamaba al aseador. Tuca respondía como éste le había enseñado:
-Está lavando un carro allá afuera: lo voy a llamar -y corría hasta el bar a avisarle.
El aseador se tomaba el trago de un golpe y salía corriendo. Tuca lo seguía, sin prisa, para pasar despacio por el restaurante de la esquina. ¡Qué belleza! Se llamaba El Paraíso de los Bistecs. Desde la calle se veía todo lo de adentro, a través de la pared de vidrio. ¡Qué gente la que comía!
Había una mesa cerca del vidrio. Y siempre, ¡siempre!, los clientes comían bistec.
El acompañamiento del bistec cambiaba mucho: arroz, ensalada, espárragos, huevo.
El color del bistec cambiaba un poco: en su punto, poco asado, muy asado.
Pero lo que nunca cambiaba era cómo el tenedor y el cuchillo se hundían en el bistec. Entre Tuca más miraba, más se impresionaba con aquella manera de hundirse. ¡Qué carne tan blanda, Dios mío! Era tan impresionante que un día se acercó más, un poco más, y acabó por apretar la nariz en el vidrio. Un mesero salió a decirle que los clientes estaban perdiendo el apetito de tanto que Tuca miraba los bistecs.
Desde entonces, Tuca pasaba despacio y miraba de reojo. Y sólo después de haber pasado muchas veces se fijó en una pequeña placa que había a un lado de la puerta: era la lista de los bistecs de la casa; nombre, acompañamiento, precio. Tuca era realmente malo en matemáticas, por eso tardó un buen rato calculando cuántos carros tendría que lavar para poderse comerse uno de aquellos bistecs.
Lygia Bojunga Nunes, “El bistec de la esquina” en ¡Chao! México, SEP-Norma, 2005.

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