CUENTO CORTO EL COMBATE DE LA TAPERA EDUARDO ACE VEDO DIAZ



EDUARDO ACE VEDO DIAZ
 (1851 -1920)
Nació en Montevideo. Desde su juventud participó activamente en política, militando en filas del Partido Nacional o Blanco, interviniendo en la lucha civil de 1870, Periodista combatiente: "La República” (1872) “La Democracia” (1873), “La Revista Uruguaya”(1875),"La Razón" (1880), "La Epoca” (1887), “El Nacional" (1895); tribuno reconocido por su talento, junto con otros miembros del Club Universitario firma el manifiesto “Profesión de fe Racionalista" (1872).En 1903, siendo legislador del Partido Nacional, apoya la candidatura presidencial de José Baelle y Ordóñez (colorado), contrariando la decisión del Directorio Nacionalista. Esta resolución que permitió al Sr. Batlle y Ordóñez ser Presidente de la República, determinó que las autoridades del Partido Nacional decidieran su expulsión así como la de otros ciudadanos que posibilitaron la elección.Consecuencia de este suceso, Acevedo Díaz abandona definitivamente la dirección de “El Nacional”, no sin afirmar en un artículo-despedida su posición civilista y su condena a las revoluciones caudillistas, perturbadoras del orden institucional del pais, haciendo pública su famosa “Carta-politica . .."De 1903 a 1916 cumple funciones diplomáticas con el más alto rango ante los gobiernos de U.S.A. y México, Argentina y Paraguay, Italia y Suiza,brasil, Austria-Hungria y Suiza.Retirado de la actividad diplomática, se radica definitivamente en Buenos Aires, donde fallece.Como escritor es reconocido unánimemente como el iniciador de la novela histórica (1880-1893), en un ciclo que se identifica con los conceptos sostenidos por la generación del Ateneo, en cuanto a la voluntad indepencia de los uruguayos.Confirmando esa posición, Acevedo Díaz dejó una elocuente pápiua intitulada "La novela histórica” (1895) que es una declaración programático-explicativa del contexto de su obra en esa materia."Creí que los sentimientos de la patria y del valor, los amores del «aucho. sus ir.stintos, sus desnudeces, sus heroísmos, sus crueldades estudiada conjuntamente con los sucesos a que se adunan de una manera estrecha furmandu con ellos un solo y vasto cuadro de vigoroso colorida, merecían bien ser descriptos en romance, sin faltar a la iuldubcl exigible respecta a los hechos, ni ul detalle exacto respecto a las costumbres"."El novelista consigue, con mayor facilidad que el historia, dor, resucitar una época, dar seducción a un relato. La historia recoce prolijamente el dato, analiza fríamente los acontecimientos, hunde el escalpelo en un cadáver, y busca el secreto de la vida que fue. La novela asimila el tralinj'' paciente del Imturia  dur, y con un ¡>0|>¡n de inspiración reanima el píjjrin, a la manera como un Dios, con un soplu de su aliento, huso al hombre de un puñado de polvo del Paraíso y un poco de agua del arroyuelo”.Obras: novelas: Bnnda (1884), Ismael (1888), Nativa (1890), Grito de Gloria 0393), .SVW™ (1894), Minii (1907), Lanza y Sable (1914)."El combate de la tapera'1 fue publicado originalmente como folletín en "La Tribuna”, Buenos Aire», enero 27 de 1892 y reproducido en “La Alborada", año V, N9 147, Montevideo, mero 7 de 1901.Fuente: Soledad y El combate dt la tapera. Montevideo, Biblioteca Artigas, Col. Clásicos Artigas, 1:. 1954.

EL COMBATE DE LA TAPERA
Era después del desastre del Catalán, más de setenta años hace.Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día.La marcha había sido dura, sin descanso.Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores, y se hundían y dilataban alternativamente sus ijaiví como si fuera poco todo el aire para calmar d ansia de los pulmones.Algunos de estos generosos brutos presentaban hernias anchas en los cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.l’n los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos v pantanos, estancando la sangre.Parecían ¡amclgns de lidia, embestidos y maltratados por los toros. Dos o tres cargaban con un hombre a grupas, además de los jinetes, enseñando en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de líneas trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas recibidas en la fuga.Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e íbanse quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la espuela.Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante:—¡Alto!El destacamento se paró.Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres íornMos. taheliudos, taciturnos v bravios;mujeresdragones de vincha, sable corvo y pie desnudo.I)ns grandes mastines con las colas barrosas y las lenguas colgantes, hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje oscuro y siniestro del fondo de donde vunian, cual si sintiesen todavía el calor de la pólvora y el clamoreo de guerra.Allí cerca, al frente, percibíase una “tapera” entre las sombras. Dos partirles de barro batido sobre “tacuaras” limizo>tt:i!es, agujereadas y en parre derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido.Por lo demás, varios montones de escombros sobre los cuales crecían viciosas las hierbas; y a los costados, formando un cuadro incompleto, zanjas , de cuyo fondo surgían saúcos y cicutas en Ileíbles bastones ornados de racimos negros y flores blancas.—A formar en la tapera —dijo el sargento con ademán de imperio—. Los caballos de retaguardia con las mujeres, a que pellizquen... ¡Cabo Mauricio! baga echar cinco tiradores de vientre a tierra, atrís del cicutal... Los otros adentro de la tapera, a cargar tercerolas y trabucos. ¡Pie a tierra dragones, y listo, canejo!La voz del sargento resonaba bronca y enérgica en la soledad del sitio.Ninguno replicó.Todos traspusieron la zanja y desmontaron, reuniéndose poco a poco.Las ordenes se cumplieron. Los caballos fueron maneados detrás de una de las paredes de lodo seco, y junto a ellos se echaron los mastines resollantes. Los tiradores se arrojaron al suelo a espaldas de la hondonada cubierta de malezas, mordiendo el cartucho; el resto de la extraña tropa distribuyóse en r1 interior de las ruinas que ofrecían buen número de troneras por donde asestar las armas de fuego; y las mujeres, en vez de bacer compañía a las transidas cabalgaduras, pusiciotijc a desatar los sacos de munición o pañuelos llenos de cartuchos Jc'sherbos, que los dragones llevaban atados a la cintura en <lefe<,'f‘ de cananas.hminv.ah.ui afanosas a rehacerlos, en cuclillas, apoyadas en las piernas de los hombres, cuando caía ya la noche.•—Naide pite —dijo el sargento—, Carguen con poco ruido de baqueta y reserven los naranjeros hasta que yo ordene... ¡Cabo Mauricio! vea que esos mandrias no se duerman si no quieren que les chamusque las cerdas... ¡Mucho ojo y la oreja parada!—Descuide, sargento —contestó el cabo con gran ronquera—; no hace falta la advertencia, que aquí hay más corazón que garganta de sapo.Transcurrieron breves instantes de silencio.Uno de los dragones, que tenía el oído en el suelo, levantó la cabeza y murmuró bajo:—Se me hace tropel... Ha de ser caballería que avanza.Un rumor sordo de muchos cascos sobre la alfombra de hierbas cortas, empezaba en realidad a percibirse distintamente.—Armen cazoleta y aguaiten, que ahí vienen los portugos. ¡Va el pellejo, barajo! Y es preciso ganar tiempo a que resuellen los mancarrones. Ciriaca, ¿te queda caña en la mimosa?—Está a mitad —respondió la aludida, que era una criolla maciza vestida a lo hombre, con las greñas recogidas hacia arriba y ocultas bajo un ch.mibir!>o incoloro de barboquejo de lonja sobada—, Mirá, güeno es darles un trago a los hombres—Dales chinaza a los de avanzada, sin pijotearlos.Ciriaca se encaminó a los saltos, evitando las “rosetas", agachóse y fue pasando el “chifle” de boca en boca.Mientras esto hacía, el dragón de un flanco le acariciaba las piernas y el otro k hacía cosquillas en el seno, cuando ya no era  le pellizcaba alguna forma más mórbida, diciendo: “luna Henal”,—¡Te ha de alumbrar muerto, zafao —contestaba ella riendo al uno; y al otro: —¡largá lo ajeno, indino!— y al de más allá: —|a ver si aflojás el chisme, mamón!Y       repartía cachetes.—jPoca vara alta quiero yo! —gritó el sargento con acento estentóreo—. Estamos para clavar el pico, y andan a los requiebros, colosos. ¡Apártate Ciriacn, que aurita no más chiflan las redondas!En ese momento acrecentóse el rumor sordo* y sonó una descarga entre voceríos salvajes.El pelotón contestó con brío.La tapera quedó envuelta en una densa humareda sembrada de tacos ardiendo: atmósfera que se disipó bien pronto, para volverse a formar entre nuevos Fogonazos y broncos clamoreos.En los intervalos de las descargas y disparos, oíase el furioso ladrido de los mastines haciendo coro a los temos y crudos juramentos.Un semicírculo de fogonazos indicaba bien a las claras que el enemigo había avanzado en forma de media luna para dominar la tapera con su fuego graneado.En medio de aquel tiroteo, Ciriaca se lanzó fuera con un atado de cartuchos, en busca de Mauricio.Cruzó el corto espacio que separaba a Éste de la tapera, en cuatro manos, entre silbidos siniestros.Los tiradores se revolvían en los pastos como culebras, en constante ejercicio de baquetas.Uno estaba inmóvil, boca abajo.La china le tiró de la melena, y notóla inundada de un líquido caliente.—         ¡Mirá! —exclamó—, le ha dao en el testuz.—Ya no traga saliva —añadió el cabo—. ¿Tru jiste pólvora?          Aquí hay, y balas para hacer tragar a los por tugos. Lástima que estea oscuro... tCómo tiran esos mandrias!Mauricio descargó su carabina.Mientras extraía otro cartucho del saquillo, dijo, mordiéndolo:—Antes que éste, ya quisieran ellos otro calor. jAh, si te agarran, Ciriaca! A la fija que te castigan como a Fermina.—¡Que vengan por carne! —barbotó la china.Y           esto diciendo, echó mano a la tercerola del muerto, que se puso a baquetear con gran destreza.—| Fuego! —rugía la voz del sargento—. Al que afloje lo degüello con el mellao.Las balas que penetraban en la tapera, habían dado ya en tierra con tres hombres. Algunas, perforando el débil muro de lodo, hirieron y derribaron varios de los transidos matalotes.La segunda de las criollas, compañera de Sana bria, de nombre Catalina, cuando más recio era el fuego que salía del interior por las troneras improvisadas, escurrióse a manera de tigra por el cicutal, empuñando la carabina de uno de los muertos.Era Cata —como la llamaban— una mujer fornida y hermosa, color de cobre, ojos muy negros velados por espesas pestañas, labios hinchados y rojos, abundosa cabellera, cuerpo de un vigor extraordinario, entraña dura y acción sobria y rápida. Vestía blusa y chiripá y llevaba el sable a la bandolera.La noche estaba muy oscura, llena de nubes tempestuosas; pero los rojos culebrones de las alturas o grandes “refucilos” en lenguaje campesino, alcanzaban a iluminar el radio que el fuego de las descargas dejaba en las tinieblas.Al fulgor del relampagueo, Cata pudo observar que la tropa enemiga había cebado pie a tierra y que los suldadoi hacían sus disparos de “mampuesta" sobre el lomu de los caballos, no dejando más blanco que sus cabezas.Algunos cuerpos yacían tendidos aquí y allá. Un caballo moribundo con los cascos para arriba se agitaba en convulsiones sobre su jinete muerto.De vez en cuando un trompa de órdenes lanzaba sones precipitados de atención y toques de guerrilla, ora cerca, ya lejos, según la posición que ocupara su jefe.Una de esas veces, la corneta resonó muy próxima.A Cata le pareció por el eco que el resuello del trompa no era mucho, y que tenía miedo.Un relámpago vivísimo bañó en ese instante el matorral y ¡a loma, y permitióle ver a pocos metros al jefe del destacamento portugués que dirigía en persona un despliegue sobre el flanco, montado en un caballo tordillo.Cata, que estaba encogida entre los saúcos, lo reconoció al momento.Era el mismo; el capitán Heitor, con su morrión de penacho azul, su casaquilla de alamares, botas largas de cuero de lobo, cartera negra y pistoleras de piel de gato.Alto, membrudo, con el sable corvo en la diestra, sobresalía con exceso de la montura, y hacía caracolear su tordillo de un lado a otro, empujando con los éncuentros a los soldados para hacerlos entrar en fila.Parecía iracundo, hostigaba con el sable y prorrumpía en denuestos. Sus hombres, sin largar los cabestros y sufriendo los arranques y sacudidas de los reyunos alborotados, redoblaban el esfuerzo, unos rodilla en tierra, otros escudándose en las cabalgaduras.Chispeaba el pedernal en las cazoletas en toda la línea, y no pocas balas caían sin fuerza a corta distancia, junto al taco ardiendo. Uua de ellas dio en la cabeza de Caía, sin herirla, pero derribándola de costado.En esa posición, sin lanzar un grito, empezó a arrastrarse en medio de las malezas hacia lo intrincado del matorral, sobre el que apoyaba su ala Heitor.Una hondonada cubierta de breñas favorecía sus movimientos.En su avance de felino, Cata llegó a colocarse a retaguardia de la tropa, casi encima de su jefe.Oía distintamente las voces He mando, los lamentos de los heridos, y las frases coléricas de los soldados, proferidas ante »na resistencia inesperada, tan firme como briosa.Veía ella en el fondo de las tinieblas la mancha más oscura aún <]ue formaba la tapera, de la que surgían chisporroteos continuos y lúgubres silbidos que se prolongaban en el espacio, pasando con el plomo mortífero por encima del matorral; a la vez que percibía a su alcance la masa de asaltantes al resplandor de sus propios fugona/os, moviéndose en orden, avanzando o retrocediendo, según las voces imperativas.De la tapera seguían saliendo chorros de fuego entre una humareda espesa que impregnaba el aire de fuerte olor a pólvora.En el drama del combate nocturno, con sus episodios y detalles heroicos, como en las tragedias antiguas, había un coro extraño, lleno de ecos profundos, de esos que solo parten de la entraña herida. Al unísono con los estampidos, oíanse gritos de muerte, alaridos de hombre y de mujer unidos por la misma cólera, sordas ronqueras de caballos espantados, furioso ladrar de perros; y cuando la radiación eléctrica esparcía su intensa claridad sobre el cuadro, tiñéndoln de un vivo color amarillento, mostraba ala'<¡o del .uaeaiue, en mediu del nutrido boscaje, dos picachos negros de los que brotaba el plomo, y deformes bultos que se agitaban sin cesar como en una lucha de cuerpo a cuerpo. Los relámpagos sin serie de retumbos, a manera de gigantescas cabelleras de fuego (l<spli‘í.':m<l<i sus hebras en el espacio lóbrego, contrastaban por el silencio con las rojizas bocanadas de las armas seguidas de recias detonaciones. £1 trueno no acompañaba al coro, ni el rayo como ira del cielo la cólera de los hombres. En cambio, algunas gruesas gotas de lluvia caliente "ulpenbnn a intervalos en los rostros sudorosos sin atenuar por eso la fiebre de la pelea.El continuo choque de proyectiles había concluido por desmoronar uno de los tabiques de barro seco, ya débil y vacilante a causa de los ludimientos de hombres y de bestias, abriendo ancha brecha por la que mtraban las balas en fuego oblicuo.La pequeña fuerza no tenía más <iu« seis soldados en condiciones de pelea. Los demás habían caído uno en pos del otro, o rodado heridos en la zanja del fundo, sin fuerzas ya para el manejo del arma.Pocos cartuchos quedahan en los saquillos.El sargento Sanabria empuñando un trabuco, mandó cesar el fuego, ordenando a sus hombres que se echaran de vientre para aprovechar sus últimos tiros cuando el enemigo avanzase.—Ansí que se quemen ésos —añadió— monte a caballo el que pueda, y a rumbear por el lao de la cuchilla... Pero antes, naide se mueva si no quiere encontrarse con la boca de mi trabuco... ¿Y qué se han hecho las mujeres? No veo a Cata...— Anuí hay una —contestó una voz enronquecida—. l iene rompida la cabeza, y ya se ha puesto medio dura...—Ha de ser Ciriaca.—Por lo motosa es la mesma, a la fija.—¡Cállense! —dijo el sargento.El enemigo había apagado también sus fuegos, suponiendo una fuga, y avanzaba hacia la “tapera”.Sentíase muy cercano ruido de caballos, choque ¿e sables y crujido de cazoletas.—No vienen de a pie —'dijo Sanabria'. ¡Menudeen bala!Volvieron a estallar las descargas.Pero, los que avanzaban eran muchos, y la resistencia no podía prolongarse.Era necesario morir o buscar la salvación en las sombras y en la fuga.El sargento Sanabria descargó con un bramido su trabuco.Multitud de balas silbaron al frente; las carabinas portuguesas asomaron casi encima de la zanja sus bocas a manera de colosales tucos, y una humaza densa circundó la “tapera” cubierta de tacos inflamados.De pronto, las descargas cesaron.. Al recio tiroteo se siguió un movimiento confuso en la tropa asaltante, choques, voces, tumultos, chasquidos de látigos en las tinieblas, cual si un pánico repentino la hubiese acometido; y tras esa confusión pavorosa algunos tiros de pistola y frenéticas carreras, como de quienes se lanzan a escape acosados por el vértigo.Después un silencio profundo...Solo el rumor cada vez más lejano de la fuga, se alcanzaba a percibir en aquellos lugares desiertos, y minutos antes animados por el estruendo. Y hombres y caballerías, pareiían arrastrados por una tromba invisible que los estrujara con cien rechinamientos entre sus poderosos anillos.Asomaba una aurora griscenicienta, pues el sol era impotente para romper la densa valla de nubes tormentosas, cuando una mujer salía arrastrándose sobre manos y rodillas del matorral vecino; y ya en su borde, que trepó con esfuerzo, se detenía sin duda a cobrar alientos, arrojando una mirada escudriñadora por aquellos sitios desolados.Jinetes y cabalgaduras entre charcos de sangre, tercerolas, sables y morriones caídos acá y acullá, tacos todavía humeantes, lanzones mal encajados en el suelo blando de la hondonada con sus banderolas hechas flecos, algunos heridos revolviéndose en las hierbas, lívidos, exangües, sin alientas para alzar la voz; tal era el cuadro en el campo que ocupó el enemigo.El capitán Heítor, yacía boca abajo junto a un abrojal ramoso.Una bala certera disparada por Cata lo había derribado de los lomos en mitad del asalto, produciendo el tiro y la caída, la confusión y la derrota de sus tropas, que en la oscuridad se creyeron acometidas por la espalda.Al huir aturdidos, presos de un terror súbito, descargaron los que pudieron sus grandes pistolas sobre las breñas, alcanzando a Cata un proyectil en medio del pecho.De ahí le manaba un grueso hilo de sangre negra.El capitán aún se movía. Por instantes se crispaba violento, alzándose sobre los codos, para volver a quedarse rígido. La bala le había atravesado el cuello, que tenía todo enrojecido y cubierto de cuaja rones.Revolcado con las ropas en desorden y las espuelas enredadas en la maleza, era el blanco del ojo bravio y siniestro de Cata, que a él se aproximaba en felino arrastre con un cuchillo de mango de asta en la diestra.Hacia el frente, veíase la tapera hecha terrones; la zanja con el cicutal aplastado por el peso de los cuerpos muertos; y allá en el fondo, donde se manearon los caballos, un montón deforme en que solo se descubrían cabezas, brazos y piernas de hombres y matalotes en lúgubre entrevero.El llano estaba solitario. Dos o tres de los caballos que habían escapado a la matanza, mustios, con los ijares hundidos y los aperos revueltos, pugnaban por triscar los pastos a pesar del freno. Calíales junto a las coscojas un borbollón de espuma sanguinolenta.Al otro flanco, se alzaba un monte de talas cubierto en su base de arbustos espinosos.En su orilla, como atisbando la presa, con los hocicos al viento y las narices muy abiertas, ávidas de olfateo, media docena de perros cimarrones iban y venían inquietos lanzando de vez en cuando sordos gruñidos.Catalina, que había apurado su avance, llegó junto a Heitor, callada, jadeante, con la melena suelta como un marco sombrío a su faz bronceada: reincorporóse sobre sus rodillas, dando un ronco resuello, y buscó con los dedos de su izquierda el cuello del oficial portugués, apartando el líquido coagulado de los labios de la herida.Si hubiese visto aquellos ojos negros y fijos; aquella cabeza crinuda inclinada hacia él, aquella mano armada de cuchillo, y sentido aquella respiración entrecortada en cuyos hálitos silbaba el instinto como un reptil quemado a hierro, el brioso soldado hubié rase estremecido de pavura.Al sentir la presión de aquellos dedos duros como garras, el capitán se sacudió, arrojando una especie de bramido que hubo de ser grito de cólera; pero ella, muda e implacable, introdujo allí el cuchillo, lo revolvió con un gesto de espantosa saña, y luego cortó con todas sus fuerzas, sujetando bajo sus rodillas la mano de la víctima, que tentó alzarse convulsa.—¡Al ñudo ha de ser! —rugió el dragónhembra con ira reconcentrada.Tejidos > venas abriéronse bajo el acerado filo hasta la tráquea, la cabeza se alzó besando dos veces el suelo, y de la ancha desgarradura saltó en espeso chorro toda la sangre entre ronquidos. Ksa lluvia caliente y humeante bañó el seno de Cata, corriendo hasta el suelo.Soportóla inmóvil, resollante, hoscosa, fiera; y al fin, cuando el fornido cuerpo del capitán cesó de sacudirse quedándose encogido, crispado, con las unas clavadas en tierra, en tanto el rostro vuelto hacia arriba enseñaba con la boca abierta y los ojos saltados di' las órbitas, el ceño iracundo de la última hora, ella se pasó el puño cerrado por el seno de arriba abajn enn expresión de asco, hasta hacer salpicar lr>s coágulos lejos, y exclamó con indecible rabia:—iQue la lamban los perroslI.ui fci se echó de bruces, y siguió arrastrándose hasta la tapera.Entonces, los cimarrones coronaron la loma, dispersos, a paso de fiera, alargando cuanto podían sus pescuezos de erizados pelos como para aspirar mejor el fuerte vaho de los declives.\lpunos cuervos enormes, muy negros, de cabeza peladi! y pico ganchudo, «xusndidas y casi inmóviles las alas, empezaban a poca altura sus giros en el espacio, lanzando su graznido de ansia lúbrica como una nota funeral.Cerca de la zanja, veíase un perro cimarrón con el hocico y el pecho ensangrentados. Tenía propia mente botas rojas, pues parecía haber hundido los remos delanteros en el vientre de un cadáver.Cata alargó el brazo, y lo amenazó con el cuchillo.El perro gruñó, enseñó el colmillo, el pelaje se le erizó en el lomo y bajando la cabeza preparóse a acometer, viendo sin duda cuán sin fuerzas se arrastraba su enemigo.—jVení, Canelón! —gritó Cata colérica, como si llamara a un viejo amigo—. ¡A él, Canelónl..,Y             se tendió, desfallecida...Allí, a poca distancia, catre un montón de cuerpos acribillados de heridas, polvorientos, inmóviles con la profunda quietud de la muerre, estaba echado un mastín de piel leonada como haciendo la guardia a su amo.Un proyectil le había atravesado las paletas en su parte superior, y parecía postrado y dúlnrido.Más lo estaba su amo. Era éste el sargento Sana hria, acostado de espaldas con los brazos sobre el pecho, y en cuyas pupilas dilatadas vagaba todavía una lumbre de vida.Su aspecto era terrible.La barba castaña recia y dura, que sus soldados comparaban con el borlón de un toro, aparecía tenida de rojinegro.Tenía una mandíbula rota, y los dos fragmentos <iel hueso saltado hacia afuera entre carnes trituradas.En el pecho, otra herida. Al pasarle el plomo el tronco, habíale destrozado una vértebra dorsal.Agonizaba tieso, aquel organismo poderoso.Al grito de Cata, el mastín que junto a él estaba, pareció salir de su sopor; fuese levantando trémulo, como entumecido, dio algunos pasos inseguros fuera del cicutal y asomó la cabeza..,El cimarrón bajó la cola y se alejó relamiéndose los bigotes, a paso lento, importándole más el festín que la lucha. Memderulor de las breñas, compañero del cuervo, venía a hozar en las entrañas frescas, no a medirse en la pelea.Volvióse a su sitio el mastín, y Cata llegó a cruzar la zanja y dominar el lúgubre paisaje.Detuvo en Sanabria, tendido delante, sobre lecho de cicutas, sus ojos negros, febriles, relucientes, con una expresión intensa de amor y de dolor.Y arrastrándose siempre llegóse, a él, se acostó a su lado, tomó alientos, volvióse a incorporar con un quejido, lo besó ruidosamente, apartóle las manos ikl pecho, cubrióle con las dos suyas la herida y quedóse contemplándole con fijeza, cual si observara cómo se le escapaba a él la vida y a ella también.Nublábansele las pupilas al sargento, y Cata sentía que dentro de ella aumentaba el estrago en las entrañas.Giró en derredor la vista quebrada ya, casi exan r,ü'\ y pudo distinguir a pocos pasos una cabeza desvi en rula que tenía los sesos volcados sobre los párpados a manera de horrible cabellera. El cuerpo  hundido entre las breñas.—¡Ah!... ¡Ciriaca! —exclamó con un hipo violento.En seguida extendió los brazos, y cayó a plomo sobre Sanabria.El cuerpo de éste se estremeció; y apagóse de súbito eí pálido brillo de sus ojos.Quedaron formando cruz, acostados sobre la misma charca, que Canelón ollatesba de vez en cuando entre hondos lamentos.

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