CUENTO CORTO MANSILLA CARLOS REYLES



CARLOS REYLES (1868-1938)Nació en Montevideo. Hijo de D. Carlos Genaro Reylea, fuerte ganadero que se distinguió como un pionero en la aplicación de métodos de cruzamientos que permitieron el mejoramiento de razas en la pecuaria nacional. Carlos, que vivió parte de su vida en estancias de su propiedad —tanto en Uruguay como Argentina— también como su padre, fue un auténtico precursor ruralista.Viajó a Europa, estuvo radicado en España y Francia, participó tempranamente en política en filas del Partido Colorado, abandonándolo por discrepancias sustanciales y decidiéndose a fundar una agrupación de carácter políticoeconómico con la participación de estancieros y hombres de negocios (“Liga de Trabajo”, 1903).Novelista, ensayista, maestro de conferencias (1932), Presidente del PEN Club y del SODRE (1936), fallece en Montevideo.A pesar de su múltiple quehacer, Reyles fue un escritor de vocación sin renuncias, que dejó en muchas páginas de ensayo sus convicciones estéticas, de imprescindible lectura."El arte de novelar, como todo arte, es invención, creación, en parte o totalmente, pero en él entran mayores dosis de vida humana que en los otros géneros literarios o artísticos, incluso el cine.Este podrá absorber el teatro: sus medios de expresión son infinitamente más poderosos y escénicos. Con la novela no puede; el segundo plano de la realidad, lo realmente intenso, sugerente y artístico se le escapa.Es espectáculo grandioso para los ojos dd cuerpo, no para los ojos del alma. El intramundo le está vedado. Por el contrario, en la novela el hombre se ve de cuerpo entero, por fuera y por dentro y con todo su paisaje”, (Incitaciones).El cuento “Mansilla" antecede temporalmente el tema que desarrollará en El gancho Florido.Obras: Novelas: Por la vida (1888), Beba (1894), Academias, 111! (189698), La raía de Caín (1900), El terruño (1916), El embrujo de Sevilla (1922), El gaucho Florido (1932), A batallas de amor... campo de pluma (postuma, 1939),Ensayos: El ideal nuevo (1903), La muerte del cisne (1901), Diálogos Olímpicos. III (191819), El nueva sentido de la narración gauchesca (1931), Panoramas del mundo actual (conferencias, 1932), Incitaciones (1936), Ego Sum (póstuma, 1939).Fuente: Academias y otros ensayos. Montevideo, C. García, 1940. 

MANSILLA

En despoblado, a pesar de la lluvia y el viento, manejándose a tientas en medio de la oscuridad reinante, lograron encender el fuego. Esta operación tan sencilla les costó grandes trabajos: tuvieron que hacer con los cuchillos un pozo en la húmeda tierra, taparlo luego para que no se anegara, con una carona que sostenían cuatro palitos a modo de columnas, y que el viento derribó dos o tres veces, y hacer después arder la escasa leña a fuerza de fósforos, sebo y pulmones. En fin, la leña ardía alegremente, y ellos gozando de cierto bienestar dentro de sus ponchos de invierno, hablaban de cosas sin importancia, mientras a lo lejos oíanse los silbidos de sus compañeros que rondaban el ganado. De vez en cuando un relámpago iluminaba con lívida luz el horizonte, haciendo surgir de las tinieblas, aquí y allá, ranchos y poblaciones de aspecto huraño, lúgubre, y entonces se veían a los novillos apretados unos contra otros, con las aucas al viento y las cabezas gachas, y a los troperos que, chorreando agua, vagaban alrededor de las bestias.—¡Tiempo diablo, como no tengamos una disparada! —exclamó de pronto Mansilla, el capataz, mirando en dirección a la tropa.—Yo estoy “calao” hasta los "güesos”... vida aperrada ésta —'articuló Esquivel su compañero, y los dos guardaron silencio un breve rato, pensando tal vez en los trabajos y malandanzas de su fatigoso oficio.Eran troperos del Sauce. Cada mes salían un par de veces de la estancia, y siguiendo el paso lento, regular y monótono del ganado, que concluía poi adormecerlus, caminaban ‘y caminaban durante días, de interminables horas, soportando lo más resigna damente que les era dado, las heladas y rigores del invierno o los ardientes rayos de sol canicular, las madrugadas frías y las noches borrascosas y lóbregas, preñadas de extraños ruidos, y en las que, entre vagos terrores, se despertaban sus oscuras creencia:, de niños, las viejas y casi olvidadas creencias inculcadas por la bondadosa abuela junto al fogón de! rancho paterno...Al principio menos mal: los preparativos de la partida, sobre todo, tenían para ellos especial encanto. “Tusaban” y componían sus fletes mejores y más gordos; hacían, entre alegres dicharacheos y sonoras carcajadas, el equipaje, compuesto generalmente de una muda de ropa, un par de alpargatas, el recio poncho de paño y la caldera, que llevaban sujeta bajo la barriga del caballo, prenda que juntr con la toalla entre los cojinillos caracteriza al tropero; recibían mil encomiendas y encargos, y cerrándoles pierna a los pingos recién aseados, se alejaban a galope tendido de la estancia, para alcanzar a la tropa, que invariablemente pastaba por los alrededores. El cambio de vida y la relativa independencia de que gozaban lejos de los ojos de! patrón, los tenía decidores y retozones los primeros días, pero después de algunas noches de ronda y de no interrumpidas marchas bajo los rayos del sol, empezaban a sentirse incómodos y a cambiar de postura sobre el recado, cuyos “pellones” despedían fuego.La mayor parte de las horas se las llevaban dormitando al compás del fatigoso "jopajopa” con que arreaban a las reses, y el resto en un estado de flojera y modorra tales, que los hacía recorrer inmensas zonas de varios paisajes sin que ellos vieran otra cosa, y eso confusamente, que lo que tenían delante de los ojos, allá, muy lejos, en un punto perdido de! horizonte. De tarde en tarde, alzaban la vista par?.seguir el reposado vuelo de una cigüeña, y luego volvían a canturrear el “jopajopa” y a adormilarse nuevamente. Algunas veces, muy raras, apartábanse de la tropa con el ánimo de tomar un mate de a caballo en algún rancho conocido o se apeaban en una “pulpería”, para engullir, mirando los barrotes de hierro del mostrador y los artículos suspendidos del techo y cubiertos de polvo y telarañas, media libra de pasas de higo y nueces remojadas en vino seco, pero lo general era que solo interrumpiese la monotonía de aquella existencia nómada, el vadeamiento de algún río, siempre peligroso, o una “disparada” del ganado, en la que no era extraño que alguno se perniquebrase o pereciera. Había muchos ejemplos de ello. Casualmente Mansilla recordando lo que en aquel mismo sitio le había acaecido dos años antes» dijo, dando vuelta al “churrasco” que se asaba en las brasas:—Le tengo miedo a la novillada ésta; todavía nos va a pegar un susto. ¿Se acuerda, aparcero, hace dos años aquí?... ¡disparada bárbara aquélla! —y dejándose llevar de la natural y animada locuacidad del paisano, agregó accionando mucho: —Yo gané la punta, y como iba bien “montao” le jugué risa; pero de repente, ¡qué iba a pensar en eso, si iba mirando “pa” atrás! pegó mi overo la pechada contra un “alambrao” y me “voló” dejos. Ésa fue mi suerte; si caigo cerca no cuento el cuento, como el pobre “Benjasmín”.El suceso ocurrió de madrugada, al ponerse en marcha. Los novillos caminaban tranquilamente, pero de pronto, asustados por la brusca aparición de un avestruz, bufaron de espanto y emprendieron la fuga. Uno de los peones que corría delante, tuvo la malhadada suerte de rodar y fue realmente mutilado entre las pezuñas de las reses.—El pob re “indio” salió “parao” —dijo el compañero de Mansilla— pero allí no más lo alcanzó una res en el “garrón” y lo “desjaretó". “Dende” que lo “vide” caer lo conté entre los muertos. Cuando sujetamos la novillada y vinimos a recogerlo estaba como hecho picadillo.Echóse el sombrero a la nuca, dejando que la luz iluminara de lleno su rostro curtido por el sol, y agregó, triste, pero resignadamente, reflexionando en que las escasas monedas ganadas por ellos en aquella ruda tarca, se les escurrían de las manos no bien llegaban a Tablada.—Y todo para no salir de pobres,Mansilla hizo un gesto de asentimiento y los dos callaron de nuevo.Después de dos o tres días de fiesta y jolgorio en el Paso del Molino, y de comprar algunas relumbrantes baratijas en las tiendas y “platerías”, estas últimas abiertas para ellos nada más, como las trampas para los ratones, regresaban al Sauce con los cintos vacíos, pero eso sí, muy bien trajeados y cargados de pañuelos de seda y frascos de olor con que “quedar bien” entre sus conocimientos femeninos. Había quien se gastaba mes a mes el producto entero de su trabajo, en componerse, alhajarse y parecer galante. Y lo hacían por pueril vanidad, por no ser menos que los otros. Sobre todo los que “tropeaban” con Mansilla, contagiados con la liberalidad de éste y el deseo de imitarlo en el vestir, se veían en serios apuros para salvar algunos reales en cada viaje. Mansilla era para ellos el prototipo del gaucho por excelencia, el modelo del criollo que ellos tenían metido en el magín: alegre, decidor, buen compañero en toda suerte de lances, advertido y “campe razo”. Y por modelo también era tenido fuera de la estancia; por eso no le llamaban Mansilla a secas, sino el “gaucho Mansilla”, como si quisieran expresar que era, más que una persona, un “hombretipo”, un ser característico que llevaba en sí “aquello” que distinguía a una raza que iba desapareciendo ya.Recibíanlo en todos los ranchos en que se apeaba n su regreso de la ciudad, con no disimulado gozo;su franca charla y estruendosa alegría eran gustadas como manjar apetitoso que se saborea de tarde en tarde, casi como un favor del cielo... jSe reía tan franca y abiertamente, que aquello era una bendición! Además, donde quiera que estuviese veíase la vihuela, y a falta de música, su charla retozona que llenaba de júbilo hasta a los más díscolos y retraídos. Los viejos se complacían en repetir sus dichos y chuscadas, y las mozas lo nombraban riendo y haciéndose guiños, al recuerdo de las “cosazas”, que a hurto de sus padres les decía al oído.Con estas cualidades no es de extrañar que sus compañeros tratasen de seguirle los pasos en todo y aun de sobrepujarlo en aquello de ir de rancho en rancho, obsequiando a las mozas y conquistándose voluntades, lo cual les costaba muy buenos dineros, y sin que obtuvieran los favores que Mansilla, ni la general estimación que éste gozaba; pero donde se arruinaban verdaderamente, era en el empeño tenaz que ponían en vestirse como él y en usar ¡as mismas prendas. Todos ambicionaban tener estribos de “campana”, cintos con “pasadores” de oro, riendas con virolas de plata: quien se perecía por copiarle los “punteaos” y floreos que ejecutaba a caballo y jinetear de “pierna abierta” el potro más fiero. A muchos conducíalos su servil imitación hasta ponerse el “gacho” sobre las cejas como él, y a llevar el chiripá de merino negro con franja colorada, medio arrastrando por los talones, como Mansilla lo usaba para darse el vanidoso gusto de picarlo en las espuelas... Interiormente se avergonzaban de ser tan presumidos y gastadores, pero mirándose en las tranquilas y limpias aguas de los arroyos: “De todos modos no hemos de salir de pobres”, decían y sonreían satisfechos.—Yo pienso “pegar la sentada” —dijo Mansilla, rompiendo el prolongado silencio en que habían caído, y su rostro simpático se iluminó como el de quien se dispone a hablar de asuntos muy íntimos y queridos.—Pronto no voy a ser solo... hay que mirar pa’ adelante —y sonriendo hasta mostrar sus dientes iguales, un poco grandes y apretados, cuya blancura resaltaba sobre las rojas encías que también descubría al reír, añadió: —¿No adivina, aparcero?         Pero Esquivel, por toda respuesta, le dirigió una mirada indiferente, echándose después el sombrero sobre los ojos, como si quisiera huir las interrogadoras miradas de Mansilla, el cual, sin notarlo, prosiguió:—A usted quiero confesárselo antes que a nadie; sí, aparcero, he decidido tomar estado.Silencio glacial. “¿Por qué, qué quiere decir esof” se preguntó viendo que su amigo le escuchaba sin darle muestra de simpatía ni siquiera de interés, encerrado en un silencio a todas luces hostil. No le parecía bien, y al decírselo sintióse apenado por una desazón extraña, y la sonrisa huyó de sus labios.En silencio cortó un trozo de churrasco, y después de comer algunos bocados, dijo resueltamente:—Parece que la noticia no ha sido muy de su agrado: ¿no es de su gusto la moza o qué?Esquivel, eludiendo la pregunta y con tono sentencioso, dejó caer estas palabras:—El hombre ha de picar de flor en flor y volar.Y        entonces él, precisamente porque comprendía que su compañero no miraba con buenos ojos a Margarita, empezó a ponderársela y a explicarle lo muy obligado que estaba. Hablóle de lo buena, económica y laboriosa que era y lo mucho que parecía quererlo, y concluyó diciéndole que el mismo patrón, aquilatando las perfecciones de la moza, le había aconsejado que se casase.—               Usté es mayor de edad; haga lo que quiera; pero ya le digo: el hombre debe picar de flor en flor y volar.Mansilla no pudo menos que reírse de la seriedad de su amigo.—Despáchese, aparcero —le dijo—; usté tiene algo en el buche, suelte prenda de una vez y déjese de andar con rodeos, que a mí no me asustan sombras.A lo cual contestó Esquive! apeándose de su actitud reservada y mirándolo frente a frente:—Todas las mujeres son de la “mesma” laya; yo aparcero, soy más viejo que usté y las he “esperi mentao”. Para mí la suya le anda jugando sucio: ah! tiene lo que tenía en la garganta; yo soy su amigo y cumplo diciéndoselo.Con las espesas cejas enarcadas y dilatadas las ventanillas de la aguileña nariz, miró Mansilla a su amigo un instante y luego, haciendo un violento esfuerzo para domar la expresión fiera que le afeaba el rostro, dijo con voz ronca y temblona:—Usté es mi aparcero y puede decirme lo que quiera... si hubiera sido otro, a estas horas nos habíamos roto los cuernos. Sepa que mi china no es como las demás... Mangacha es Mangacha, y como Mangacha no hay otra.Como era la hora de relevar a los peones, Esquivel se dirigió a su caballo,—Está bueno, yo decía lo “mesmo” de Nicolasa —repuso al montar, y después agregó para su capote, mientras que al trotecito se alejaba del fogón: “Bicho zonzo el cristiano cuando se enamora”.Pocos momentos más tarde, Mansilla con el sombrero en la mano y al aire la revuelta melena, montaba también y se perdía en la oscuridad. Esa noche no dormitó sobre el caballo como otras veces; hasta el amanecer oyeron sus silbidos los peones y lo vieron vagar alrededor de la tropa, pasando por delante de ellos sin proferir palabra, como alma en pena. Al salir el sol entraron en l abiada.Un cuarto de legua antes, en la costa de un arroyo, Mansilla echó pie a tierra y debajo del poncho se mudo de ropa, como hacía siempre en aquel pasaje; diole un buen limpión, con la arena mojada a los estribos, rienda y freno, y atándole la cola a su pingo tornó a montar entrando en Tablada tan risueño y feliz como siempre, repartiendo saludos y sonrisas a diestra y siniestra.—¿Qué dice el gaucho Mansilla? —le gritó uno de los compradores—; parece que ha bañao a sus novillos; ¿están muy crecidos esos arroyos?—        Regular: a los patos les da “pue” el pecho —y después de esta chuscada, acordándose súbitamente por una inexplicable ligazón de ideas, de las palabras de Esquivcl, pensó: “¿Por qué. me habrá dicho eso mi aparcero?... y cuando él me lo ha dicho.,. ¡Ay Mangacha, Mangadla!”, y siguió bromeando con los compradores, que ya lo habían rodeado dispuestos a echar un rato de palique.Como la escasez de ganado era mucha, la tropa se vendió ese mismo día, y Mansilla pudo verse libre antes de lo que esperaba. Arregló sus cuentas con el vendedor de las haciendas del Sauce, y capataz y peones se dirigieron al Paso del Molino a gastar alegremente el dinero ganado en el viaje. Pero esta vez él tenía otras miras: iba a comprar el regalo de bodas. Separóse de sus compañeros y se dirigió a una de las más lujosas platerías. Desde el primer momento lo sedujo una gargantilla de filigrana de plata, un trabajo florentino por el cual le pidieron treinta pesos, diez más de los que él tenía; pero como era parroquiano, el platero no tuvo inconveniente en fiarle el resto, y Mansilla se vio en posesión de la bonita alhaja.“Le va a quedar que ni pintada”, se dijo dos o tres veces, de regreso a la fonda, acariciando mentalmente el cuello morado y bien torneado de Manga cha; pero al divisar a Esquivel en la puerta, y sobre todo, al sentir sobre sí la mirada escrutadora de éste, volvió a sentirse molesto y a ser atormentado por la duda. “¿Y si me jugara sucio?... ¿pero puede ser eso verdad?”, y pensando así, le acometió el vehemente deseo, el Tortísimo antojo de regresar para verla, porque viéndola se figuraba que se sentiría inmediatamente tranquilizado. "Sí, sí, lo mejor es verla”, se repitió varias veces.“A mi pobre aparcero le ha decho dañito la marca, murmuró Esquivel viéndolo alejar; pero, ¿qué le hemos de hacer? a casi todos nos pasa lo mcsmo; ¡malhaya sean las mujeres!”Mansilla galopó, galopó y galopó. Las dudas que antes le asaltaban de tarde en tarde, iban convirtiéndosele en un pensamiento fijo, en un comecome continuo que le roía las entrañas. AI verse en despoblado quiso precisar sus ideas que en bullicioso tumulto acudían a su cerebro llenándolo de sombras y dudas, y se dijo: “Despacito por las piedras, Mansilla; a este paso no te aguantan los mancarrones”, y pasándose la mano por la frente prosiguió:—IfVamos a ver: ¿a dónde voy yo, qué voy a hacer? Aunque Esquivel me haya dicho eso, ¿será posible que mi Mangacha me engañe?...” y se puso a pensar en los ratos pasados junto a Margarita hasta representársela tal como era ella, con los menores detalles de sus actitudes, gestos y ademanes.La veía con los brazos al aire y un pañuelo de seda a la cabeza, lavando a orillas del arroyo, en una postura que hacía resaltar sus bellas formas, o ya sentada debajo del ombú que cobijaba el rancho, cebándole mate de leche a la vieja y sonriéndole a él con aquella boca de expresión graciosa y pura, que era lo que más lo inclinaba a ella y lo que menos le dejaba creer y ahora que le fuese infiel... “Engañarme, ¿y por qué?..y recordando su dulce sonrisa, agregaba: “No, no es verdad, no puede ser verdad”.En estas alternativas se le pasaron algunas horas. A eso del mediodía mudó caballo y siguió su carrera, pasando por delante de los ranchos donde acostumbraba a detenerse a galope tendido, sin mirar si quiera. “¡Ay Mangacha, Mangacha!” suspiraba, y le metía sin piedad las espuelas a! caballo, sintiendo cada vez más imperiosamente la necesidad de verla. Atravesaba los llanos, escalaba los cerros, descendía las cuestas abajo a media rienda siempre, como si huyera de algún enemigo invisible o de su propia sombra.En una estancia donde era conocido pidió un churrasco, y rehusando apearse allí, fue a asarlo en la falda de una cuchilla, lejos del camino y de las importunas miradas de los transeúntes.Deseaba estar solo para resolver en el magín aquello que tanto daño le hacía. Contemplando distraídamente, mientras ardía la leña, su bonito apero, cuajado de brillante plata, se preguntó vaga e inconscientemente, cómo había podido ganar bastante para adquirir aquellas costosas prendas, y a punto seguido empezó a recordar, de un modo vago también y como pensando en varias cosas a un mismo tiempo, los muchos favores que le debía al patrón.Sin duda le había caído en gracia. A los seis u ocho meses de haber ingresado como peón, dieron en distinguirlo los superiores, confiándole algunos trabajitos y acarreos de ganado; más tarde lo hicieron puestero, y por último capataz de tropa. Y precisamente la fortuna le sonreía, él lo recordaba bien en aquellos momentos, desde el punto y hora en que entró en relaciones amorosas con Margarita. “Ella, sin duda, es mi buena estrella”, se dijo, y repitiéndose estas palabras con una insistencia ajena a su voluntad, fue poniéndose muy pálido y desencajándose su rostro, hasta adquirir la expresión idiota de sorpresa y abatimiento. “¡Si será el patrón!” murmuró; y al través de esta cruel sospecha, que no hizo por alejar, creyó explicarse su extraña suerte en el Sauce. “Todo está más clarito que el agua”, y luego, no con la sospecha, sino con el firme convencimiento de que Margarita lo engañaba, agregó fuerte, como para oírse él mismo: “Les he servido de pantalla, he  sido un zonzo...” y parándose, pególe un puntapié al churrasco y montó de nuevo.Mugiendo blandamente se dirigían las vacas a la querencia, y las lechuzas acompañaban con sus graznidos la lenta y dulce muerte de la tarde. Cuando cerró la noche, el gaucho Mansilla, envuelto en las negras tintas, siguió avanzando al trotecito.Al amanecer descubrió a lo lejos el rancho de Margarita, medio borroso, casi imperceptible entre las brumas de la mañana; perdiólo de vista en un bajo, y al aparecer de nuevo ante sus ojos le dio un vuelco el corazón. Era que perdía el único resto de esperanza: al pic del ombú escarceaba el “pangaré” de don (ionzalo, Mansilla ahogó su pena con un juramento seco y breve y se detuvo sin saber qué partido tomar; pero a los pocos instantes, sin darse cuenta de ello seguramente, atraído por inexplicable fuerza, fue acercándose al rancho.Al verlo Margarita, que salía con la “pava” en la mano para llenarla de agua en la “cachimba”, quiso huir, pero él la alcanzó y arrojándola al suelo violentamente, le puso el pie en el pescuezo, como hacía con los borregos para señalarlos con entera comodidad. Un hombre de unos cincuenta años salió entonces de la habitación, corriendo en auxilio de la infeliz:—No te “accrqués”, viejico, porque te voy a cortar —le gritó Mansilla deteniéndolo con un suave planchazo y una torva mirada; y luego, encorvándose sobre Margarita, que gemía bajo la bota, le agarró la trenza y se la cortó a raíz de un solo tajo. Atóla a la cola de su caballo, de modo que se viera bien, y se alejó sin apurarse ni poco ni mucho, en dirección a la estancia.—Vengo de “rabonar” una “reyuna’’ —les dijo a los peones al tiempo que despojaba a su caballo del bonito y valioso apero y le ponía el muy humilde con que había llegado a la estancia dos años antes.—Esto traje y esto me llevo —agregó, disponiéndose a partir.Los peones lo miraban suspensos, comprendiendo perfectamente por sus palabras y las hermosas trenzas de Margarita que todos conocían, lo que había sucedido.—'iAdonde va, hermanito? —le preguntó cariñosamente un camarada, acercándosele.—Qué sé yo: a rodar por ahí; la tierra es grande —y después dirigiéndose a todos en general, añadió:—        ¡Adiós, caballeros! ustedes son testigos de que el gaucho Mansilla se va como vino: con el sombrero en la nuca—, y tomó el camino del monte.Lo que se vio solo, solo con su dolor, sin tener por qué fingir ni a quién engañar, dejóse caer del caballo, y cogiendo cariñosamente la maltratada trenza, la cubrió de lágrimas y besos. <c[Ay, Mangacha, Mangadla!” suspiraba, sintiendo que a pesar de todo, el alma se le iba tras de ella. Al través de sus lágrimas y de la retorcidas ramas de los “espinillos” veía el rancho de la ingrata, incendiado por las tintas rojas del astro magno, que flotaba en el horizonte con su acostumbrada pompa de rayos y resplandores. Trinaban los pájaros, animábase la naturaleza toda con la salida del vivificante sol... y entre tanto él se moría de pena. “¡Ay, Mangacha, Mangacha!” repetía internándose cada vez más en la espesura del monte, como venado herido que huye del ruido y la luz.JAVIER DE VIAN A (18681926)"Nací en la ciudad de Canelones, el 5 de agosto de 1868, y desciendo de una familia de rancia nobleza hispana, siendo mi bisabuelo el mariscal José Joaquín de Viana —primer gobernador de Montevideo— “soldado valiente y magistrado pundonoroso”, al decir de las crónicas y a confiar en los reales elogios que contienen los amarillentos pergaminos de nuestra ejecutoria familiar”,"Mi padre, como mi abuelo, era estanciero, y yo me crié en la estancia, aprendiendo a andar a caballo al muy poco tiempo de haber aprendido a caminar.En aquel medio agreste, teniendo como educadores al capataz y a los peones gauchos que me divulgaron todos los secretos de la religión patriótica, aprendí a comprender las maravillas de la naturaleza, a soportar sus inclemencias y agradecer sus favores, amar a las bestias laboriosas, interpretando el misterioso lenguaje de los pájaros y las flores, y a justificar la ferocidad de las fieras, que de fijo, no serían tales si el "homo lupus”, la fiera mayor, no les hubiese planteado el férreo dilema: “matar o morir”.He sido hacendado, criador de vacas y de ovejas, tropero y hasta contrabandista; revolucionario, muchas veces; candidato a diputado al congreso en varias ocasiones, sin haber pasado nunca de candidato, debido tanto a la sensatez de mis electores como a mi despreocupación por el oficio de fabricante de leyes.He sido ante todo y sobre todo, periodista, en mi país y fuera de mi país; y como nunca estuvo mi pluma al servicio de los prepotentes, y sí al de los oprimidos y desvalidos, siempre fue menguado el provecho y copiosa la cosecha de estre checes, vejámenes y torturas.Llevo compuestos y publicados veinte volúmenes de novelas y cuentos, y dados a.1 teatro once actos, representados con variable fortuna. De manera que mis pecados literarios son múltiples, aunque con la atenuante —a mi parecer, considerable— de no haber escrito nunca versos.He viajado mucho, he visto mucho, he aprendido mucho en esas universidades ain claustro ni catedráticos, y estoy convencido de que si hay en mi obra algunos adarmes de mérito ellos son producto casi exclusivo de lo que la campaña me enseñó en mi infancia y de lo que me enseñó el rodar por el mundo”. (''Autobiografía”, frag., publicada en: "Atlántida”, Buenos Aires, mayo 26 de 1921).Convencidos que ninguna otra nota podría sustituir ésta, para bien conocer la personalidad de Javier de Viana, la citamos, añadiendo que vivió sus últimos años en una modesta casa del pueblo La Paz (Dto. de Canelones), cultivando flores, :on muchas privaciones económicas y algunos amigos que lo acompañaron hasta su muerte, el 5 de octubre de 1926.Fernando Sorrentino, en J¡0 cuentos hispanoamericanos, Buenos Aires, editorial Pius Ultra, 1976, p. 2 75, traza un correcto juicio crítico de su obra en estos términos:"Viana no mira al gaucho con simpatía, y al modo de Zola se complace en concentrarse en los aspectos más ruines de su naturaleza: !a bebida, la haraganería, la violencia, la sordidez.Los relatos de Viana son absolutamente lineales y todo su argumento suele reducirse a una mera —e irrelevante— anécdota o situación, que suele culminar con un final imprevisto y efectista. Su estilo, bastante descuidado, es coloquial, y pred sámente este tono directo y espontáneo es lo que salva la eficacia ae sus cuentos, escritos con la velocidad y la falta de pulimenio que le imponían sus necesidades económicas'’.Obras: Campo (1896), Caucha (novela, 1899), Gurí y otras novelas (1901), Macachines (1910), Leña seca (1911), Yuyos (1912), Sichitos de luz (1918), Abrojos, Cardos, Sobre el recado (1919), Paisanas, Ranchos, De la misma Icnja (1920), Del campo y de ¡a ciudad (1921), Potros, toras y aperiases (.novelas ranchas, 1922), Tardes de! fogón (192*.), La Biblia íraveha (1925), Pan» de deuda, Campo amarilis y otros escritos Cpóstuma, 1934).Fuente: Campo. Montevideo, Barreiro y Ramos, 1896.

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