AMOR SECRETO MANUEL PAYNO
Mucho tiempo hacía que
Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi
cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en desorden sobre sus carrillos
hundidos, sus ojos lánguidos y tristes y, por último, los marcados síntomas que
le advertía de una grave enfermedad me alarmaron sobremanera, tanto, que no
pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal que
rosas-blancaspadecía.
—Es una tontería, un
capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un
amor secreto.
—¿Es posible?
—Es una historia
—prosiguió— insignificante para el común de la gente; pero quizá tú la
comprenderás; historia, te repito, de esas que dejan huellas tan profundas en
la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar.
El tono sentimental, a la
vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le
rogué me contase esa historia de su amor secreto, y él continuó:
—¿Conociste a Carolina?
—¡Carolina! … ¿Aquella
jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve?
—La misma.
—Pues en verdad la conocí
y me interesó sobremanera… pero…
—A esa joven —prosiguió
Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un
ángel; pero parece que la fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que
nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su
felicidad y la mía.
“La primera noche que la
vi fue en un baile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su
hermoso y blanco rostro lleno de alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo
momento, y procuré abrirme paso entre la multitud para llegar cerca de esa
mujer celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento que no
pertenecía al mundo, sino a una región superior; me acerqué temblando, con la
respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el
amor verdadero es una enfermedad bien cruel. Decía, pues, que me acerqué y
procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que
ella con una afabilidad indefinible me invitó que me sentase a su lado; lo
hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras indiferentes
sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas
palabras insignificantes sonaron de una manera tan mágica a mis oídos que aún
las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: Yo te
amo, Alfredo; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de
alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido permitido depositar un
beso en su blanca frente… ¡Oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto
loco, me habría muerto tal vez de placer.
“A poco momento un
elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel, arrebató de mi lado a mi
querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de la noche Carolina bailó, platicó
con sus amigas, sonrió con los libertinos pisaverdes; y para mí, que la
adoraba, no tuvo ya ni una sonrisa, ni una mirada ni una palabra. Me retiré
cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en
mi lecho y me puse a llorar de rabia.
“A la mañana siguiente,
lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por
algún tiempo fueron inútiles. Una noche la vi en el teatro, hermosa y
engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos
negros y brillantes de alegría. Carolina se rió unas veces con las gracias de
los actores, y se enterneció otras con las escenas patéticas; en los entreactos
paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las
relumbrantes cadenas y fistoles de los elegantes, saludaba graciosamente con su
abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba… y para mí, nada… ni una sola vez
dirigió la vista por donde estaba mi luneta, a pesar de que mis ojos ardientes
y empapados en lágrimas seguían sus más insignificantes movimientos. También
esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en
que la fiebre hace latir fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica
está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho.
“Era menester tomar una
resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su
familia y el género de vida que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas
opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto
tono, que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas
de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su espléndida carroza a
los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen
cuánto vale ese amor ardiente y puro que se enciende en nuestros corazones; si
miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en
amar; si reflexionaran que para nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna
no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón franco y leal,
las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero
que ellas conservan en un vaso de nácar las azucenas blancas y aromáticas, sin
duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás.
Su carácter frívolo las inclina a prenderse más de un chaleco que de un honrado
corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un cerebro bien organizado.
“He aquí mi tormento.
Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer
que corría loca y descuidada entre el mágico y continuado festín, de que goza
la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo;
Carolina en su brillante carrera daba vueltas por las frondosas calles de
árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro de una
banca. En todas partes estaba ella rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con
el alma llena de acíbar y el corazón destilando sangre.
“Me resolví a escribirle.
Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa
noche acaso me miraría Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido
y me tendría lástima… era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y
entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la
noche no logré que Carolina fijase su atención en mi persona. Al cabo de ocho
días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis
instancias y conseguí por fin que una amiga suya pusiese en sus manos un
billete, escrito con todo el sentimentalismo y el candor de un hombre que ama
de veras; pero, ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes
iguales; escuchaba tantas declaraciones de amor; la prodigaban desde sus padres
hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió
sin preguntar aun por curiosidad quién se la escribía.
“¿Has experimentado
alguna vez el tormento atroz que se siente, cuando nos desprecia una mujer a
quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio
horrible de correr día y noche loco, delirante de amor tras de una mujer que
ríe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora?
“Cinco meses duraron
estas penas, y yo constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y
observar sus acciones. El contraste era siempre el mismo: ella loca, llena de
contento, reía y miraba al drama que se llama mundo al través de un prisma de
ilusiones; y yo triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía
comprender, miraba a toda la gente tras la media luz de un velo infernal.
“Pasaban ante mi vista
mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante, las otras llenas de
robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. Veía unas de cuerpo
flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas de formas atléticas;
aquellas de semblante tétrico y romántico; las otras con una cara de risa y
alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis
ojos, cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, hacía latir mi corazón, ni
brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente
indiferentes; sólo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las
mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero
son insensibles cuando un hombre les dice: ‘Te amo, te adoro, y tu amor es tan
necesario a mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves,
como el agua a los peces.’ ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he
repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido.
“La última noche que la
vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso
negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguí en el
salón del teatro, en los palcos, en la cantina, en todas partes donde la
diversión la conducía. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien
había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el
bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con
las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su
corazón, la hubiera llamado, y con una voz dulce y persuasiva le hubiera dicho:
‘Carolina mía, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca
escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de
prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión cuyo aliento
empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia;
ámame sólo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes
cuantos sentimientos tengas en el tuyo: ámame, porque yo no te perderé ni te
dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada.’ Mil
cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y
risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras
que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera
querido tener el poder de un dios para arrebatarla del peligroso camino en que
se hallaba.
“Observé que un petimetre
de estos almibarados, insustanciales, destituidos de moral y de talento, que
por una de tantas anomalías aprecia y puede decirse venera la sociedad,
platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué
fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero
él, riendo me dijo: ‘¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?’ Reflexioné un
momento, y con voz ahogada por el dolor, le respondí: ‘Ningunos.’ ‘Pues bien
—prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sí los tengo y los va usted a ver.’ El
infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en
que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. ‘Ya ve usted, pobre hombre
—me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche
misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted y que tengo
en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y
Carolina ha mudado ya ocho amantes.’
“Sentí al escuchar estas
palabras que el alma abandonaba mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el
llanto me oprimía la garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi
lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de vino.
“A los tres días supe que
Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban
de su vida. Entonces no hubo consideraciones que me detuvieran; me introduje en
su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su
existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría
con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado un hombre que la amase
de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el
santo amor que le había tenido lo conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas
promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su
vida, y habría pensado en Dios y muerto con la paz de una santa.
“Pero era un delirio
hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de su vida, cuando los
sacerdotes rezaban los salmos en su cabecera; cuando la familia, llorosa,
alumbraba con velas de cera benditas, las facciones marchitas y pálidas de
Carolina. ¡Oh!, yo estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma.
¡Imbéciles y locos que somos los hombres!”
—Y ¿qué sucedió al fin?
—Al fin murió Carolina
—me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la había seguido a los teatros
y a las máscaras. Al cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura
poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis
más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida.
Alfredo salió de mi
cuarto, sin despedida.
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