Sabines por Sabines
Ejercer los sentidos
ALEJANDRO TOLEDO
El poeta
Jaime Sabines (1926-1999) al final de su vida dedicó algunos meses a releer sus
viejas libretas: de ellas saldrá muy pronto un tomo de "poemas
rescatados". La lectura de esos cuadernos lo llevó al recuerdo de sus años
de estudiante: en la Escuela de Medicina, primero, y en la de Filosofía y
Letras más tarde. Estas impresiones fueron rescatadas durante varias
entrevistas entre Alejandro Toledo y el poeta, para hacer posible el texto que
se reproduce a continuación, del cual se han omitido las preguntas con el fin
de hacer más fluida su lectura.
**
Mi primer
contacto con la Universidad fue la Escuela de Medicina, la que estaba en Santo
Domingo, que había sido edificio de la Inquisición y que para mí, durante los
tres años que estuve ahí, lo siguió siendo. En realidad odiaba esa escuela, y
hasta la fecha me da escalofríos pasar por ahí... Yo venía de provincia, de
Tuxtla Gutiérrez, una ciudad pequeña —en esa época, de treinta mil habitantes—,
y la de México no era una ciudad tan grande como lo es ahora, pero
proporcionalmente sí lo parecía: en 1945 tendría dos millones de habitantes.
Cursé hasta la preparatoria en Tuxtla, y luego quise venir a la Universidad a
estudiar medicina. Yo pensaba que mis papás querían un hijo médico, y se
pusieron muy contentos de que fuera a estudiar medicina. Hice el viaje, fui a
inscribirme a la universidad y ahí empezaron los traumas. Yo solito, en un
ambiente que no conocía, me sentía desolado, abandonado, víctima de la
agresividad de la ciudad de México. Un primo mío me llevó a inscribirme.
—Tienes
que levantarte a las tres y media —me dijo— porque hay que estar a las cuatro.
Y
llegamos, pues, a las cuatro de la mañana, y ya había cola como de cuadra y
media. A las nueve abrieron la universidad —era el horario normal—, a esas
horas empezó a funcionar la fila; llegué a la ventanilla exactamente a la una
de la tarde, y la señora me dio con la puerta de la ventanilla en las narices.
—Pero oiga
usted...
—Nada, ya
se acabó. Venga mañana.
Ahí empezaron
los traumas. Al día siguiente tuve que volver a hacer cola a las cuatro de la
mañana. Por fortuna llegué a la ventanilla como diez minutos antes de la una, y
me atendió la vieja del día anterior, una mujer odiosa, por lo menos para mí se
merecía todos los calificativos... Era la señorita Nájera, no me olvidaré jamás
de su nombre pues tuve que tratar con ella varias veces y siempre me tronaba
las puertas en las narices. La cosa es que por fin me inscribí en la Escuela de
Medicina.
Paseo de
perros
La clase
de anatomía era a las siete de la mañana, y yo hice todo lo posible para
asistir a esa hora y no pude. Vivía a tres cuadras de la escuela, en Belisario
Domínguez. A pie iba yo, pero a las siete de la mañana no podía... Un doctor,
de apellido Bandera, daba su materia de anatomía a las tres de la tarde, era el
único que la daba a esa hora. Y la de anatomía era la clase fundamental. Opté,
entonces, con el doctor Bandera, pero al presentarme...
—Usted
está inscrito a las siete de la mañana.
—Sí, doctor.
—Tráigame
una orden del profesor para poder hacer el cambio.
Transcurrieron
cuatro meses para que consiguiera esa orden. Así que a mediados de año ya
estaba condenado a una prueba doble, porque tenía una de faltas con el maestro
Bandera...
Ya le había
agarrado horror a la escuela. Me aconsejaron, y lo hice al pie de la letra, que
me hiciera pasar por muchacho de segundo año reprobado, para evitar las
novatadas, que eran terribles: te pintaban a cada rato, no sólo te cortaban el
pelo sino que te echaban pintura, te montaban, te hacían lo que querían... Me
hice entonces pasar como alumno de segundo año reprobado, me aprendí quiénes
habían sido los maestros, lo hice muy bien y evité todo, todo... Ya había
evitado hasta el paseo de perros, la culminación de las novatadas: agarraban a
todos los novatos, les echaban pintura ya todos pelones, los montaban, los
hacían pasear por el zócalo, por las principales avenidas del centro... Los
vejaban, pues, de la manera más cochina. Yo me libré de todo eso. Pero como a
diez días de paseo, un traidor chiapaneco le dijo a unos cuates:
—Ese tipo
se ha hecho pasar por reprobado de segundo, pero no es cierto. Yo lo conozco
muy bien, es de Chiapas, se llama...
Fueron
conmigo y negué todo...
—Mira,
hermano, olvídate: ya te libraste bastante tiempo y te burlaste. Dale gracias a
Dios, pero de la peloneada no te vas a salvar.
Y me dejé.
Me pasaron la maquinita de rasurar por un costado de la cabeza y por el otro.
Había una señora gorda y chaparra, era un barril, medio loquita, que llegaba a
la escuela todas las tardes; enamoraba a los muchachos, y éstos le hacían la
corte... Recién peloneado que agarran a la señora y la ponen a bailar conmigo.
Ésa fue la humillación mayor; desde todos los portales de arriba estaban los
estudiantes viendo lo que hacía yo con la vieja aquella. Salí humillado y
ofendido de la bailada.
Condenado
a repetir la clase
Una
experiencia en verdad dura fue mi primer examen. Había una clase de embriología
que era semestral, todas las demás materias duraban un año. En junio se hacían
los exámenes de embriología. Reunían a todos los grupos en el auditorio, que
tenía capacidad como para setecientos u ochocientos estudiantes. Acudí al
examen, sabía yo de la materia —era machetero, estudiaba mucho—, y a mi lado se
sentó un muchacho... No olvidaré tampoco su nombre: Sánchez González, Alberto.
Yo: Sabines Gutiérrez, Jaime. Me dijo:
—Oye,
mano, sóplame...
—Espérate,
estoy contestando mi examen.
Pasaban
los maestros en sus rondas de vigilancia. Contesté mi prueba y luego le dije
todos los datos que pude, lo ayudé bastante. Era obvio que mi prueba estaba
mejor desarrollada. La cosa es que entregamos los exámenes; en una mesa estaba
el maestro con todos sus ayudantes.
Como a los
ocho días salieron las listas con las calificaciones. Y me dice feliz un amigo
de Chiapas, que había querido competir conmigo toda la primaria, secundaria y
preparatoria:
—Jaime, ya
salieron las calificaciones.
—¿No te
fijaste cuánto saqué?
—Sí,
claro. Sacaste cero.
—¿Qué?
¡Estás loco!
Bajo la
escalera estaban las calificaciones. Miro: "Sánchez González, Alberto:
8", "Sabines Gutiérrez, Jaime: 0". Me dije: es un error, con
seguridad me saqué diez y aquí me ponen cero. Fui a ver a la señorita Nájera.
—¿Qué se
le ofrece?
—Esto,
señorita: creo que hay un error...
—¿Cuál es
su nombre?
—Sabines
Gutiérrez, Jaime.
—No,
señor, no hay ningún error: tiene usted cero.
—Pero,
señorita...
—No hay
ningún error, deje usted de molestar.
Y yo: qué
hago, Dios mío. No había otra clase de embriología. Con cero estaba condenado a
repetir la clase en el siguiente año; de haber reprobado con cinco tenía
derecho al extraordinario. Averigüé entonces la dirección del doctor Daniel
Nieto Roaro, que vivía en avenida Chapultepec y ahí tenía su consultorio. Y voy
a buscarlo. Había dos o tres gentes. Abría él la puerta: pase usted, pase
usted... Hasta que me tocó mi turno.
—Pase
usted, joven —me dijo, muy atento, pero en cuanto le dije "maestro"
él se volvió a verme y cambió de actitud: del que busca la lana al que está
viendo a un pobre diablo que es su alumno—. ¡¿Qué desea?!
—Maestro,
vine a verlo porque me pasa esto... Estoy seguro que no puedo tener cero, yo sé
embriología.
—¿Cuál es
su nombre?
Se lo di,
el doctor Nieto sacó una listita de seis gentes.
—Sabines,
aquí está. Sí tiene usted cero.
—¿Por qué,
maestro?
—Usted
contestó "presente" cuando pasé lista, pero su prueba nunca apareció:
usted no me presentó su prueba.
—La dejé
en el escritorio...
—Es lo que
usted dice, yo no la tuve.
—Maestro,
no me haga usted eso, con cero no puedo ni hacer el extraordinario.
—No es
culpa mía.
—Hágame
usted un examen ahorita, hágame cinco preguntas y si no sé repruébeme.
—No estoy
para hacer exámenes cuando los alumnos quieren, la Universidad es la que determina
la fecha de los exámenes. Tenga la bondad de retirarse.
Salí del
consultorio deseando tener una pistola y balacear al viejo chaparro ese. Ahí se
acabó mi aventura de la Escuela de Medicina. Se acabó porque perdí la fe, la
confianza en mí mismo. Recuerdo que cuando presenté neuroanatomía y saqué 9.5
no lo creía. Me sentía como si hubiera robado la calificación. Y luego, en ese
año de 1945, estalló una huelga en la Universidad. No sabía qué hacer: estaba
esperando mi examen de anatomía para el 20 de diciembre, y la huelga estalló el
cuatro. Quería ir a pasar las vacaciones a mi tierra, cuando menos pasar la
Nochebuena y el Año Nuevo con mis viejos. Le hablé a mi papá y le pregunté si
podía irme. Me dijo:
—Sí,
vente.
Y así me
fui a pasar la Nochebuena, con la alegría a medias: seguía debiendo anatomía,
que era la base de toda la carrera.
Y lloré
como un muchachito
Regresé en
febrero y presenté el examen extraordinario. Luego a la clase de disecciones,
que también era a las siete de la mañana, casi no llegué, tuve muchas faltas.
La prueba teórica la resolví muy bien, pero en la práctica me tocó la rodilla
para diseccionarla... Se acercó el maestro:
—¿Qué es
esto?
—Mire, el
ligamento anterior...
—¡Esto es
una carnicería!
Nunca le
tuve miedo ni horror o asco al cuerpo humano, pero no aprendí. Sabía de
anatomía teóricamente. Con todo eso me pusieron dos sietes y un siete punto
cinco.
En segundo
año el equivalente de la anatomía era fisiología. También me tocó al final de
año prueba doble, pues ya casi no iba a la escuela. Odiaba la escuela. Y había
una clase de maestros... Decían: hay mucho estudiante de medicina, ya somos
muchos médicos, ¿por qué no se van a estudiar otra carrera?
En esos
tres años de la Escuela de Medicina me hice poeta, con el dolor, la soledad y
la angustia. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me
pusiera a escribir de mis angustias, de mis penas, de mi tragedia personal.
Escribía páginas y páginas. Nunca salió un buen poema, desde luego, nunca
publiqué nada de eso. Pero sí agarré el oficio de poeta en esos tres años, pues
escribía yo por necesidad. Anteriormente hacía un poema a la novia, todo muy
bonito. Lo hice en serio cuando sentí la agresión de la capital, cuando sentí
la soledad... Lo primero fue lo hostil de la enorme ciudad de México, y la
hostilidad particular hacia mí en la escuela: fue mi estado de ánimo el que
acrecentaba los estragos que hacía en mí la Escuela de Medicina.
Después de
tres años me decidí a hablar con mi padre. Fui a Chiapas en unas vacaciones.
—Oye,
viejo, te voy a decir una cosa. Voy a seguir estudiando medicina, pero nada más
para colgar el título en la pared de tu casa; no voy a ejercer como médico.
Mi papá se
me quedó viendo sin entender. Yo seguí:
—No quiero
seguir estudiando medicina. Si sigo será porque tú me obligues a eso.
—¿Pero
quién te ha obligado, hijo? Nadie te dijo: ve a estudiar medicina. Tu mamá y yo
nos pusimos muy contentos porque íbamos a tener un hijo médico, pero lo mismo
hubiera sido si nos dijeras: voy a estudiar ingeniería, quiero ser abogado...
Lo que quisieras ser nos daría mucho gusto porque ni Juan ni Jorge, tus
hermanos, pudieron estudiar más allá de la preparatoria. Nosotros no te guiamos
ni te dijimos que estudiaras medicina.
—Pues no.
Me volví, fui
a mi cuarto y me puse a llorar como un muchachito, a grito pelado,
convulsivamente. Era la tensión de tres años de angustia, que se resolvieron de
la manera más sencilla y absurda. Me di cuenta que era yo el que se presionaba.
Mientras
un gato la mira
Dejé la
medicina en paz y después vine a Filosofía y Letras, que estaba en Mascarones.
Ahí me sentí de maravilla. Ya conocía la ciudad de México, ya había pasado tres
años solo. Y me fui con mi vieja casera, doña Anita, que vivía con una hermana
y una hijita, la niña que toca el piano "mientras un gato la mira",
que era la Maruca. Doña Anita se había cambiado a la calle de Cuba, a una
cuadra de donde vivíamos antes. Era yo su único huésped. Había dos recámaras:
una para la viejita, su hermana y su hija, y otra que daba a la calle y era la
que me alquilaba... Lo que tenía enfrente era la calle de la perdición: estaba
el teatro Lírico, con una escandalería hasta la una de la mañana; y a un lado
del Lírico estaban dos cabarets, La Perla y Las Cavernas... Y ésos eran centros
nocturnos más o menos potables, pues cuando estudiaba medicina me iba a meter a
unos cabarets de rompe y rasga. Recuerdo uno que se llamaba El Chapulín, en el
que no había día de Dios en que no hubiera uno o dos heridos de arma blanca. A un
amigo mío una vez lo iban a matar. Era pura gente de baja ralea, y pura
muchacha de a veinte centavos la pieza.
Me
instalé, pues, en República de Cuba y me inscribí en Mascarones. Las clases
eran de las cuatro de la tarde a las ocho de la noche todos los días. Uno de
mis maestros fue Julio Torri, viejito delicioso al que nadie le hacía caso.
Tenía una vocecita, y en el salón como de sesenta muchachos se la pasaban todos
platicando. Yo procuraba sentarme cerca, en primera o segunda fila, para
escucharlo. Conocía ya sus escritos, sus poemas en prosa. Torri no se peleaba,
no decía: "Cállense" ni regañaba a los estudiantes ni nada, iba a lo
suyo, el que quisiera oírlo que lo oyera. El maestro que más admiraba era José
Gaos, pero él daba filosofía. De todos modos, siendo estudiante de lengua y
literatura me iba a meter a las clases de Gaos, como oyente. Ahí hice muchos
amigos como Ricardo Guerra, que fue marido de Rosario Castellanos, o Fernando
Salmerón, que acaba de morir... En Mascarones también andaba Héctor Azar, al
que teníamos como en segundo término, como un año atrás...Ya después se hizo un
gran director de teatro. Estaban además Emilio Carballido, Sergio Magaña y las
poetas Rosario Castellanos, Dolores Castro y Luisa Josefina Hernández. Ahí
estuvo unos meses el nicaragüense Ernesto Cardenal.
En
Mascarones estuve tres años. Pensaba seguirme de largo, pero en las vacaciones
de finales de 1951 mi padre sufrió un accidente muy serio en Chiapas. Me quedé
hasta que salió del hospital, y cuando vine a ver ya habían pasado las
inscripciones. Dije: voy a regresar el año entrante. Lo que no sucedió.
"Ahí
está la tienda, Jaime"
Me habló
uno que era candidato al gobierno del estado para saber si quería participar en
su campaña. Pensé: de aquí cuando menos voy a sacar una beca y vuelvo a
estudiar el año entrante. No hubo tal beca ni nada porque el tipo, el
licenciado Efraín Aranda Osorio, era un sádico. Tuvo de oradores a tres jóvenes
poetas —José Falconi, Enoch Cansino Casahonda y yo—, y a los tres nos quiso humillar.
A Pepe Falconi lo tuvo haciendo antesala como mes y medio. Me enteré y le dije:
—¿Por qué
te dejas humillar de ese modo? No es justo, hemos sido sus confidentes...
—Sí,
Jaime, pero tú puedes hacerlo, yo no. Estoy casado y tengo un hijo.
Tenía razón,
se tenía que aguantar. Aranda Osorio le dio chamba a los dos meses de estar
haciendo cola.
Recuerdo
que por esos meses se celebraba en Veracruz el carnaval, y mi padre quiso ir.
Lo fui a dejar al aeropuerto, y encontramos a Aranda Osorio, ya gobernador.
—¡Mi
mayor! —le dijo a mi papá.
Luego se
volvió a mí:
—Jaime, no
me has ido a ver.
—Pensaba
yo que no era oportuno, licenciado.
—Búscame,
Jaime, búscame.
Mi padre
me llamó la atención:
—Ya ves,
te he estado diciendo que lo visites. Deja tu orgullo a un lado.
—Bueno,
voy a ir.
Al día
siguiente fui al palacio de gobierno a verlo. Daba audiencia en un salón grande
de esta manera: empezaba a humillar a todo mundo. Por ejemplo:
—A ver,
tú, ¿qué se te ofrece? ¡Ah, chamba, otra vez chamba!
Llegó un momento,
después de dos horas de estar ahí, en que pensé que a lo mejor no me había
visto. Me puse de pie, dominaba las cabezas de la gente que estaba ahí. Incluso
se llegaron a cruzar nuestras miradas. "Me va a llamar", me dije, y
me senté. A las dos y cuarto o dos y media de la tarde se levantó el hombre:
—Señores,
me van a perdonar. El gobernador también es un ser humano y tiene que ir a
comer. Los que no pude recibir ahora, mañana los espero.
"Mañana
esperas a tu madre", me dije. Y no volví. Eso significó que a los pocos
meses me casara. No podía regresar a la escuela, no tenía dinero para costearme
los estudios, y mi hermano Juan había sido designado diputado federal por
primera vez en su vida y debía viajar a la ciudad de México con su mujer y sus
hijos...
—Si
quieres vivir de algo, ahí está la tienda, Jaime.
¡Hijo, la
tienda de ropa! ¡Qué cosa es eso! Ni modo...
—¿Cuánto
voy a ganar?
—Fija tú
el sueldo.
—¿Te
parece bien que gane mil pesos mensuales?
—Está
bien.
Estamos
hablando de 1952, y mil pesos daban apenas para vivir. Yo era un idiota
también, y Juan, sabiéndolo, me dijo que escogiera yo el sueldo. Como al año y
medio le reclamé:
—No me
alcanza con lo que gano.
—Pues
súbete el sueldo.
Y me lo
subí a mil quinientos. Con esa cantidad se podía vivir, sí, aunque con
aprietos: comprando fiado el refrigerador, los muebles de la casa...
Para mí la
tienda fue un martirio. El comercio de ropa era el oficio más antipoético del
mundo. Vendía lo mismo camisas que telas metreadas para hacerte un vestido, una
falda, un pantalón. Lo odioso de esa situación era el regateo.
—¿Cuánto
cuesta ésta, patroncito? —me decía un indito.
Yo vendía
a veinte pesos el metro de corte de pantalón, pero el pobre indito venía con su
morral y sus ahorritos de seis meses para comprarse una muda de ropa...
—Te la voy
a dejar en dieciséis.
Hacía mis
cuentas: costaba catorce en la fábrica, le ponía un diez por ciento de
traslado, renta de casa e impuestos.
—Le doy
ocho, patrón.
¡No sabía
yo vender! El mismo indito se iba a otras tiendas calle arriba y pagaba por
aquel corte veintitrés pesos, pues así son los comerciantes: los explotan
vilmente.
"Usted
me engañó"
A los dos
años la tienda de ropa de Juan ya venía para abajo: no vendía, no vendía, y
sufría terriblemente por eso. Entonces abrí los ojos, porque empecé a comprar
telas finas... Recuerdo que compré una pieza de seda natural color crudo,
bonita seda. Pasó una de las señoras popof de Tuxtla, y me dijo:
—Don
Jaime, ¿tiene alguna novedad?
—Sí, doña
Laura.
Le mostré
feliz la pieza de seda. Me costaba de fábrica treinta pesos el metro.
—¿Cuánto
cuesta, don Jaime?
—Treinta y
cinco, doña Laura.
—Pero me
va a dejar los tres metros en cien, ¿verdad?
Y le di a
treinta y tres pesos el metro, que era apenas sacar los gastos. Como a los ocho
días volvió doña Laura Cano muy enojada.
—¡Usted me
engañó! Eso que me vendió no era seda natural, ésa la tiene María Aramoni y
cuesta sesenta pesos pero sí es seda natural.
A mi lado
estaba un vendedor.
—Dígale a
la señora qué clase de tela es ésta —le pedí.
—Es seda
natural, de primera...
Ella no se
fue muy convencida. Llamé a mi ayudante, Julio, y le dije:
—Quita los
precios del aparador.
Tenía unos
brocados que me costaban treinta pesos y los vendía yo a treinta y cinco...
—¿A cuánto
los pongo, don Jaime?
—Cincuenta
y cinco. Y esta seda natural vale desde este momento cincuenta y cinco, la
vamos a dar cinco pesos más barata que doña María.
Y la
tienda se fue para arriba. Me dediqué a vender pura tela fina.
Ésa fue
una enseñanza, otra me la dio un yucateco. Era de esos muchachos que se dedican
a vender cosas en la calle.
—Patrón,
deme usted de su lino de la Burlington.
La
Burlington era una fábrica que había en México con ese nombre. Fabricaban un
tipo de lino, buena tela para pantalones o traje completo, que me costaba
dieciséis pesos el metro. Si para un traje se necesitan cinco metros, son
ochenta pesos.
—¿A cuánto
me va a dejar el metro?
—En
dieciocho.
—Bueno,
deme usted cinco metros.
Pagó
noventa pesos. Envolvió la tela, la puso en un papel de china y luego en
periódico. A la media hora regresó.
—Me da
usted otros cinco metros.
—¿Ya
vendiste los otros?
—Sí,
patrón.
—¿Qué
hiciste?
—Me
chingué al diputado Cárdenas.
—¿Y a cómo
le vendiste el lino?
—Ah, no,
patrón, eso no se lo puedo decir.
—Si no me
dices a cómo, no te vuelvo a vender un metro.
—Se lo
tuve que dar barato.
—¿Cuánto
es barato?
—Pues se
lo di... Le dejé el corte en mil pesos.
—¿A
doscientos pesos el metro?
—Sí, a
doscientos.
—Pues de
ahora en adelante el metro te va a costar veinte pesos, no dieciocho, no te
vuelvo a dar más rebajas, con lo que friegas a tus clientes es suficiente.
Abrí los
ojos: la gente identifica la calidad con el precio. Aprendí y salvé la tienda
de Juan. Pero vivía yo angustiado, sobre todo en cierta época: cuando empiezan
las lluvias, en abril y mayo, bajan las ventas, no hay dinero. Tuxtla era una
ciudad de pequeña burocracia, y de algunos campesinos que llegaban de otras
partes del estado a hacer sus compras. En época de lluvias no había venta.
Abría las cortinas, que eran cuatro, a las siete de la mañana, y a veces eran
las doce del día y no habían entrado más que las moscas. Y yo, afligido:
—Va a
venir don Fulano de Tal y le debo cinco mil pesos, ¿cómo le voy a pagar?
Ésas eran
mis angustias de todos los días, siempre con sentimientos de culpa.
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