PIERRE MONTET LA VIDA COTIDIANA EN EGIPTO EN TIEMPOS DE LOS RAMSÉS (SIGLOS XIII-XII a. C)

PIERRE MONTET LA VIDA COTIDIANA EN EGIPTO EN TIEMPOS DE LOS RAMSÉS (SIGLOS XIII-XII a. C) LIBRERÍA HACHETTE S. A. BUENOS AIRES Título del original en francés: LA VIE QUOTIDIENNE EN EGYPTE (XIIIe-XIIe SIÈCLES AVANT J. C.) Traducción de RICARDO ANAYA @ Copyright 1964 by Librería Hachette S. A. Buenos Aires Hecho el depósito que indica la Ley Nº 11.723 IMPRESO EN LA ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINE INTRODUCCIÓN LOS ANTIGUOS EGIPCIOS eran para los dioses y para los muertos mucho más exigentes que para ellos mismos. Cuando emprendían un nuevo "castillo de millones de años", cuando construían al oeste de Tebas sus "moradas de eternidad", iban a buscar muy lejos y a costa de grandes gastos las piedras, los metales, las maderas de calidad. Nada era demasiado hermoso ni demasiado sólido. Pero ellos vivían en casas de adobes, donde la pintura imitaba las piedras y los metales. Los templos y las tumbas han durado, pues, más que las ciudades, tanto que nuestras colecciones contienen más sarcófagos y estelas, más estatuas reales o divinas que objetos fabricados para las necesidades de los vivos, más rituales y libros de los muertos que memorias y novelas. ¿Es posible, en esas condiciones, tratar de describir la vida cotidiana de los sujetos del Faraón y no nos veríamos reducidos a las observaciones superficiales, a los juicios pueriles de los viajeros griegos y romanos? Los modernos tienen la tendencia de creer que los egipcios nacían envueltos en vendas. Gastón Maspero pudo escribir, cuando tradujo los primeros cantos de amor, que no nos representamos fácilmente a un egipcio de antaño enamorado y de rodillas delante de su amada. En realidad, porque era agradable vivir a orillas del Nilo, los egipcios desbordaban de agradecimiento hacia los dioses, señores de todas las cosas. Y por la misma razón buscaron la manera de gozar hasta en la tumba de los bienes de este mundo. Creyeron conseguirlo cubriendo las paredes de la tumba con bajo relieves y pinturas que representan al personaje acostado en el sarcófago viviendo en su dominio con su mujer y sus hijos, sus allegados, sus sirvientes, una legión de artesanos y campesinos. Lo recorre ya sea a pie, o en litera, o en barca. Puede contentarse con gozar del espectáculo, cómodamente instalado en una butaca, cuando todo se agita ante sus ojos. Puede también tomar parte en la acción, embarcarse en una canoa, lanzar el búmeran a los pájaros que anidan en las umbelas de los papiros, arponar peces casi tan grandes como un hombre, acechar a los patos silvestres y dar la señal a los cazadores, perseguir con sus flechas a los orix y a las gacelas. Todos sus íntimos se empeñan en asistir a su aseo. El manicuro se apodera de las manos, el pedicuro de los pies, un intendente le presenta un informe, y unos guardianes, de puños algo rudos, empujan hacia él a unos lacayos infieles. Músicos y bailarinas se aprestan a encantarle los ojos y los oídos. Durante las horas cálidas del día, se entretiene gustoso con su mujer en unos juegos que recuerdan los nuestros de ajedrez y de la oca. Para satisfacer las intenciones de su cliente, el decorador no había de olvidar ningún oficio. La población que se agrupa a orillas de las marismas se dedicaba sobre todo a la pesca y a la caza. El papiro le provee los materiales necesarios para construir no sólo sus cabañas, sino además las ligeras canoas, tan cómodas para seguir por entre las plantas acuáticas al cocodrilo y al hipopótamo, para alcanzar los matorrales donde los pájaros han establecido su república, para reconocer los lugares en que abundan los peces. Antes de salir en expedición los cazadores habían probado sus barquillas, lo que les daba la oportunidad de medir su fuerza y su destreza. Coronados de flores y armados con un largo garfio, se tiran al agua injuriándose. De regreso al pueblo, reconciliados, fabrican y componen las redes y los aparejos, conservan el pescado, crían aves de corral. El cultivador ara y siembra, arranca el lino, siega el trigo y ata los haces. Unos burros los transportan al pueblo. Los extienden para que los pisoteen bueyes y asnos, y en caso de necesidad, ovejas. Separan la paja y el grano. Mientras unos levantan las muelas, otros miden el grano y lo llevan al granero. Apenas terminados estos trabajos, madura la uva. Pronto habrá que vendimiar, prensar, llenar y sellar las amplias ánforas. De cabo a cabo del año los molineros machacan y trituran los granos y entregan la harina al cervecero o al panadero. Los artesanos trabajan el barro, la piedra, la madera y los metales. Como escaseaba la madera, los utensilios que necesitaban los agricultores, los viñateros, los cerveceros, los panaderos, los cocineros, eran de barro cocido. La vajilla de lujo era de piedra. Empleaban sobre todo el granito, el esquisto, el alabastro, el mármol brecha. Las copas de tamaño pequeño eran de cristal. A los egipcios les gustaban los adornos. Del taller del orfebre salían collares, brazaletes, anillos, diademas, pectorales y amuletos. Estas bonitas cosas se guardaban en cofres. Las jóvenes de la casa las sacaban de su escondite y se adornaban con ellas un momento. Escultores ejecutaban la efigie del señor, sentado o de pie, solo o con su familia, en el alabastro o en el granito, en la madera de ébano o en la de acacia. El carpintero fabricaba armarios y cofres, camas, butacas, bastones. Por último, los carpinteros de ribera cortan y labran los árboles, construyen las barcas, las chalanas, los barcos que permitían circular por todo Egipto, centralizar las cosechas, asistir a las peregrinaciones de Abidos, de Pe o de Dep. De todo hay, como dice el náufrago que fue arrojado a la isla de la serpiente buena. Solo falta todo lo que evocaría la actividad particular que el señor de la tumba ejercía en vida. Ya estemos en la de un militar o de un cortesano, en la de un barbero o de un médico, en la de un arquitecto, en la de un visir, en todas partes se encuentran las mismas escenas. Poco más o poco menos. Las leyendas jeroglíficas que los encuadran o adornan los espacios libres entre los personajes, definen casi en los mismos términos las operaciones y reproducen los mismos diálogos, los mismos dichos, las mismas canciones. Texto e imágenes, todo procede de la misma fuente. Existía, pues, un repertorio a disposición de los artistas encargados de decorar las tumbas. Cada cual tomaba de él lo que le parecía y lo colocaba a su antojo. Este repertorio ya aparece constituido a principios de la IV dinastía. Fue enriquecido durante todo el Antiguo Imperio por artistas que no estaban faltos de imaginación, ni de buen humor. Un transeúnte aprovecha la ausencia del pastor para ordeñar la vaca de éste. Un mono ágil agarra a un sirviente que extendía la mano hacia un canasto lleno de higos. Una hembra de hipopótamo está por parir; el cocodrilo espera pacientemente que nazca el pequeño para tragárselo de un bocado. Un muchachito alarga al padre un trozo de cuerda del tamaño de una mano para atar una canoa. Más podría agregarse a esta lista. Los artistas nunca perdieron de vista el objeto inicial, que era representar los trabajos y los días de un gran dominio. Ese repertorio nunca se dejó a un lado. Se encuentran los principales temas en las tumbas del Imperio Medio, en Beni Hasán, en Meir, en El Bercheh, en Tebas, en Asuán. Siglos después, cuando los Faraones viven en Tebas, sigue utilizándose. El artista que decoró a principios de la época tolemaica el elegante monumento en forma de templo en el que descansa un notable de la antigua ciudad de los ocho dioses, Petosiris, en vida grande de los cinco, sacerdote de Thot y otros dioses, también lo empleó. Sin embargo, esas tumbas no son la eterna y fastidiosa repetición de una decoración ya creada y llevada a su punto de perfección en la época de las grandes pirámides. En Beni Hasán, los juegos, las luchas, los combates, el desierto, ocupan más lugar que anteriormente. Los guerreros del nomo se ejercitan, sitian fortalezas. Se había dado un primer paso. A las escenas del antiguo repertorio se mezcla ahora la representación de los acontecimientos que se destacan en la carrera del personaje. Unos beduinos llegados de Arabia se presentaron en casa del gobernador del nomo del Orix para trocar un polvo verde por cereales y ofrecieron, como prueba de sus buenas intenciones, una gacela y una cabra montes capturadas en el desierto. Dicha recepción se intercala en la tumba de Khnumhotep entre la caza y el desfile de los rebaños. El gobernador del nomo de la Liebre no tuvo que recibir tan lejanos visitantes. Había pedido a unos escultores que tenían su taller cerca de las canteras de alabastro de Hat-nub y no muy lejos de su residencia, su propia estatua, de trece codos de alto. Cuando la estatua terminada pudo salir del taller, la pusieron atada en un trineo. Centenares de hombres, jóvenes y viejos, dispuestos en cuatro hileras, la arrastraron lentamente hasta el templo por un camino pedregoso, estrecho, difícil, entre dos vallas de espectadores que con sus gritos y sus aplausos acompañaban los progresos. A la verdad, se asiste en las tumbas del Antiguo Imperio a transportes de estatuas, pero éstas son de tamaño natural y su destino es la tumba. No había sido necesario movilizar todos los hombres válidos de una provincia. No era más que un episodio trivial del culto funerario. Pero Thuty-hotep había elegido para asombrar a quienes visitaran su tumba un hecho absolutamente excepcional que dará una alta idea de su fortuna y del favor de que disfrutaba en el palacio del rey. En el Nuevo Imperio, los temas que decoran las tumbas de particulares forman tres grandes series. En primer lugar, las escenas tomadas del antiguo repertorio puestas al gusto del día, pues en un milenio se habían producido muchos cambios. En segundo lugar, escenas históricas. Un visir como Rejmaré, un primer profeta de Amón como Menkheperré, un hijo real de Kuch como Huy se hallaron mezclados en grandes acontecimientos. Éstos habían presentado a Su Majestad dignatarios extranjeros, cretenses, sirios o negros, que deseaban estar "en el agua del rey", o que venían a implorar el soplo de vida. Habían cobrado los impuestos, habían hecho justicia, vigilado los trabajos, instruido a los reclutas. Otrora hacían grabar en la tumba un relato de su vida. Ahora la refieren por la imagen. En fin, la piedad hacia los dioses, de que hasta entonces no se ocupaban, inspira numerosos cuadros. Se da un lugar más amplio a las ceremonias del entierro. Vemos todas las peripecias, la confección de un mobiliario funerario que podría llenar un gran almacén, la formación del séquito, la travesía del Nilo, el depósito en la tumba, las gesticulaciones de las plañideras, los últimos adioses. Los templos son un gran libro de piedra en que todas las superficies han sido utilizadas por el grabador. Los arquitrabes, el fuste de las columnas, las bases, los montantes de las puertas están vestidos de personajes y jeroglíficos, tanto como las paredes interiores y exteriores. En los templos más completos, que son los de la baja época, las viñetas y los textos sólo se refieren a la liturgia, Más antiguamente, si el templo es la casa del dios, es también un monumento levantado a la gloria del rey. El Faraón es hijo del dios. Lo que aquél ha hecho se ha realizado con permiso del dios y a menudo con su ayuda. Recordar las hazañas de un reinado era, pues, una manera de honrar a los dioses. Por eso las escenas tomadas de la vida del rey se mezclan con las escenas religiosas. Sobre todo tendrán interés en recordar cuánto hizo el rey para embellecer el santuario y para agradar a los dioses, una expedición al país del incienso, los episodios de las guerras de Siria, de Libia y de Nubia, de donde vuelven cargados de botín y precedidos de cautivos que se convertirán en esclavos del templo; las cacerías reales, las salidas del dios en medio de una muchedumbre maravillada completarán esa colección de imágenes cuyo interés aumenta por los textos que dan su definición y transcriben los dichos, las órdenes, los cantos. La empresa de pintar la vida cotidiana en el antiguo Egipto es, pues, de las que pueden llevarse a cabo, aun cuando estemos condenados a ignorar ciertos aspectos. Los monumentos no nos han conservado sólo bajo relieves y pinturas, estatuas y estelas, sarcófagos y objetos de culto, lo que ya es bastante. Se han recogido en ellos objetos de toda naturaleza. Sin duda, al mobiliario funerario de Tut-ankh-Amón o de Psusennés preferiríamos el mobiliario de un palacio de Ramsés. En realidad, las necesidades del muerto estaban calcadas en las de los vivientes. Más de una vez, por lo demás, piadosas manos depositaron en la tumba objetos que el difunto había llevado, o utilizado, y recuerdos de familia. Es evidente que no podemos echar mano sin precauciones a una documentación que se extiende sobre más de tres mil años. Las cosas cambiaron quizá más lentamente en el Egipto de los faraones que en otras civilizaciones. El Nilo, que trae la vida a sus riberas, es un señor imperioso. Sus mandamientos no han variado. Sin embargo, las costumbres, las instituciones, las técnicas, las creencias, no han permanecido inmutables. Esta verdad, que no es discutida por ningún egiptólogo, es muy descuidada en la práctica. En trabajos recientes se citan mezclados textos de todas las épocas. A veces se intenta explicar las obscuridades de un texto mediante citas de Diodoro o de Plutarco, cuando no de Jámblico. Siguen designándose los meses del año con nombres que sólo se emplearon más tarde. Así se difunde la opinión de que Egipto ha permanecido semejante a sí mismo de un extremo a otro de una historia interminable. Para no caer en ese vicio, primeramente había que elegir una época. Después de eliminar los dos períodos intermedios, la larga decadencia consecutiva a la guerra de los Impuros, el renacimiento saíta en que Egipto se hallaba verdaderamente muy ocupado en momificar los animales sagrados y en copiar jeroglíficos, y el período tolemaico que no incumbe sólo a los egiptólogos, el autor ha encarado sucesivamente el período de las grandes pirámides, el del Laberinto, los tiempos gloriosos de Tutmosis y de los Amenhótep, el intermedio del disco de rayos terminados por manos, la XIXª dinastía y la XXª que es su natural prolongación. Todos esos períodos son atrayentes. El Antiguo Imperio es la juventud de Egipto. Casi todo lo grande y original creado por Egipto aparece ya en éste. No obstante, hemos elegido la época de los Seti y de los Ramsés, que se prestaba mejor a nuestro propósito. Ese período es bastante corto. Comienza alrededor de 1320 con una renovación de los nacimientos. Los egipcios querían decir con eso que una familia segura de una numerosa prole acababa de poner término a las querellas de sucesión y también que ésta traía más de un cambio. Hasta ese momento, los señores de las dos tierras habían sido menfitas o tebanos, o habían crecido en los nomos del Egipto Medio entre Coptos y El Fayún. Por vez primera ocupaban el trono de Horus hombres de la Delta cuyos antepasados sirvieron durante cuatrocientos años por lo menos a un dios de mala reputación, pues había matado a su hermano: el dios Seth. Termina hacia 1100 con otra renovación de los nacimientos mediante la cual Egipto despide definitivamente a la descendencia de Ramsés y a su dios. Esos dos siglos fueron ilustrados por tres reinados magníficos, Seti I, Ramsés II y Ramsés III. Egipto tiene tras sí un largo pasado. Sus nuevos señores le han traído por un tiempo, después de una seria crisis, la paz religiosa, que no será perturbada sino en los alrededores del año 1100. Sus ejércitos han conquistado brillantes victorias. Se mezcla más que en las épocas anteriores con la vida de las demás naciones. Son numerosos los egipcios que viven en el extranjero. Más numerosos los extranjeros que viven en Egipto. Los Ramsés fueron grandes constructores. Los hiksos habían destruido todo a su paso. Los reyes tebanos no habían terminado la restauración de las regiones devastadas. Habían trabajado mucho en Tebas, pero, después de la herejía, hubo que empezar de nuevo su obra. La sala hipóstila de Karnak, el pilón de Luxor, el Rameseum y Medinet Habu, con otros edificios grandes y pequeños, son, en la ciudad de las cien puertas, la magnífica parte de Ramsés I y de los sucesores de éste. Ninguna parte de su vasto imperio fue descuidada por éstos. Desde Nubia hasta Pi-Ramsés y Pitum ¡cuántas ciudades fueron fundadas, cuántos edificios agrandados, restaurados y aun creados! Esos monumentos, esas tumbas de reyes y reinas, sobre todo de los contemporáneos, proporcionan abundante documentación. Para completarla tenemos los muy numerosos papiros que datan de los siglos XIII y XII, novelas, obras de polémica, recopilaciones de cartas, listas de trabajos y de obreros, contratos, actas, y, más precioso que todos, el testamento político de Ramsés III. Ésas son las fuentes que hemos tenido continuamente bajo nuestra mirada para componer la presente obra. Eso no quiere decir que nos hemos privado de utilizar fuentes más antiguas o más recientes. Al protestar contra la tendencia, manifestada en muchas obras, de considerar a Egipto como un bloque de tres mil años, y de aplicar a toda la civilización faraónica lo que sólo se refiere a determinada época, no hemos perdido de vista que muchas costumbres, muchas instituciones, muchas creencias tuvieron en Egipto larga vida. Cuando un autor clásico concuerda con un bajo relieve menfita, tenemos el derecho de pensar que, al menos en ese punto, los egipcios de la época ramesida se conducían como sus antepasados y como los que les sucedieron. De modo que hemos acudido a todas las fuentes cada vez que estimábamos posible hacerlo sin abigarrar con falsos colores el cuadro que presentamos de la vida cotidiana en Egipto, en la época de los Ramsés. CAPITULO PRIMERO LA VIVIENDA I.- LAS CIUDADES LAS CIUDADES FARAÓNICAS están ahora reducidas a colinas de polvo, sembradas de trozos de alfarería y restos minúsculos. Esto no puede extrañarnos, puesto que las ciudades y los palacios estaban construidos con adobes. Sin embargo, algunas estaban en un estado menos desastroso cuando los sabios llevados por Bonaparte emprendieron sus investigaciones. En los tiempos modernos, muchas destrucciones se han agregado a las del pasado, pues los indígenas no sólo han seguido explotando el "sebaj" en las ruinas, retirando los bloques de piedra, sino que han tomado la mala costumbre de buscar antigüedades. No hay más que dos ciudades de las que podamos hablar con conocimiento de causa, porque son dos ciudades efímeras. Fundadas por una decisión de la autoridad real, fueron abandonadas tan bruscamente luego de corta existencia. La más antigua, Hetep-Sanusrit, fue creada en el Fayún por Sanusrit II y duró menos de un siglo. La otra, Akhetaton, fue la residencia de Amenhótep IV después de su ruptura con Amón. En ella permanecieron sus sucesores hasta el día en que Tut-ankh-Amón volvió con la corte a Tebas. Será útil echarles una mirada antes de emprender la descripción de las ciudades ramesidas. La fundación de Sanusrit, encerrada en un recinto que mide trescientos cincuenta metros por cuatrocientos, fue concebida para alojar a mucha gente en poco espacio.1 El templo está fuera de las murallas. Un ancho muro la corta en dos secciones, una para los ricos, otra para los pobres. Ésta se halla cruzada por una avenida de nueve metros, que numerosas calles más estrechas cortan en ángulos rectos. Las casas están adosadas unas a otras para que la fachada dé a la calle. La exigüidad de las habitaciones y de los corredores es sorprendente. Al barrio elegante lo cruzan calles espaciosas que llevan al palacio y a las viviendas de los grandes funcionarios. La importancia de éstas es de poco más o menos cincuenta veces la de las casas populares. Todo lo ocupan las habitaciones y las calles. A los egipcios siempre le gustaron los jardines. Harjuf, el explorador que trajo de Nubia un enano bailarín para su pequeño soberano, refiere que ha construido una casa, abierto un pozo, plantado árboles. Una dama que vivió en tiempos de Sanusrit nos dice en su estela cuánto amaba los árboles. Ramsés III los puso en todos lados. Pero aquí no se ha previsto nada para el adorno ni para el paseo. La residencia de Akhenatón era una ciudad de lujo.2 Entre el Nilo y la montaña disponían de un vasto espacio semicircular. Una avenida paralela al río cruza la ciudad de cabo a cabo y corta otras avenidas que llevan al muelle, a la necrópolis y a las canteras de alabastro. El palacio oficial, el templo, los edificios administrativos, los almacenes, forman el barrio central. En las calles alternan casas modestas con otras más lujosas, que los excavadores han distribuido entre los miembros de la familia real. Se han reservado vastos espacios para las plantaciones de árboles y para jardines, tanto en las propiedades como en los terrenos urbanos. Los obreros de la necrópolis y de las canteras han sido alojados aparte en una aldea rodeada de una muralla. La ciudad fue abandonada tan bruscamente, que no tuvieron el tiempo de modificar lo que habían hecho sus primeros habitantes. En las ciudades que ya tenían un largo pasado —eran con mucho las más numerosas— reinaba, al contrario, la mayor confusión. Men-Nefer "estable es la belleza" —del rey o del dios—, de la que los griegos han hecho Menfis, se llamaba todavía Onkh-taui "la vida de las dos tierras", Hat-ka-ptah "el castillo del doble de Ptah", Nehet "el sicómoro". Cada uno de esos nombres puede emplearse para el conjunto de la aglomeración, pero en su origen designaban ya sea el palacio real y sus anexos, ya el templo de Ptah, patrono de la ciudad, ya el templo de Hator, conocida en Menfis como la dama del Sicómoro. Y lo mismo en Tebas, la ciudad de las cien puertas de Homero. Primeramente se llamó Iat, como el cuarto nomo del Alto Egipto que de ella dependía. En el Nuevo Imperio tomaron la costumbre de llamarla Opet, que algunos traducen "harén" y otros "capilla" o "castillo". El inmenso conjunto de monumentos que en nuestros días ha tomado el nombre del pueblo de Karnak era, desde Amenhótep III, el Opet de Amón.3 Una avenida de esfinges lo unía al templo de Luxor, el Opet meridional. Cada uno de ambos Opet estaba cercado por una muralla de adobes con varias entradas monumentales de piedra, cuyas puertas eran de abeto del Líbano forrado de bronce e incrustado de oro. En caso de peligro cerrábanse dichas puertas. Piankhi refiere que las puertas de las ciudades se cerraban cuando él se acercaba. Pero, en tiempos de paz, los textos que conocemos no aluden jamás al cierre de esas puertas, y más bien creemos que se podía entrar y salir libremente tanto de día como de noche. En el interior, habitaciones, almacenes, depósitos, hoy desaparecidos, ocupaban buena parte del espacio comprendido entre el templo y las murallas. Jardines y huertos recreaban la vista. Los rebaños de Amón pacían en parques. Uno de esos jardines ha sido representado en una pared de la sala de los Anales por el que lo había creado, Tutmosis III, con plantas y árboles importados de Siria.4 Entre los dos recintos, de cada lado de la avenida de esfinges y a orillas del río, se sucedían los edificios oficiales y los palacios. Cada rey quería tener el suyo. Las reinas, los príncipes, los visires y altos funcionarios eran apenas menos ambiciosos. Como la ciudad no dejó de crecer durante tres dinastías, es probable que las casas más modestas y las de la clase más pobre se intercalaran en medio de aquellas opulentas moradas, en lugar de formar, como en Hotep-Sanusrit, un barrio separado. Frente a Karnak y Luxor, en la ribera occidental, se extendía una segunda ciudad, Tyamé, o mejor dicho una sucesión de grandes monumentos rodeados de casas y de almacenes y encerrados en su cinturón de adobes que a veces mide trescientos metros por cuatrocientos, o más.5 El recinto de Amenhótep III no tiene menos de quinientos metros de lado. Esas grandes obras de tierra tienen en la base unos quince metros de ancho. Su altura alcanza o supera los veinte metros. Ocultaban casi completamente el interior, y sólo sobresalían los piramidiones de los obeliscos, las cornisas de los pilones, las coronas de las estatuas colosales. La mayoría de esas ciudades ha sido horrorosamente maltratada por los hombres y por el tiempo. Los colosos de Menfis se yerguen en medio de los trigales, pero no fueron hechos para ese espléndido aislamiento. Adornaban la fachada de un templo grandioso rodeado por todos lados de construcciones de adobes que abrigaban a una población numerosa y cantidades inmensas de mercancías. Los colosos han desafiado los siglos. Lo demás se reduce a unos pobres vestigios. En otras partes, las estatuas colosales han corrido la suerte de lo demás. Los vestigios descubiertos durante una rápida campaña de excavaciones desaparecen pronto bajo los cultivos. El monumento de Medinet-Habu, el Rameseum, más al norte, y completamente al norte el monumento de Seti I, son los únicos que ofrecen restos imponentes, naturalmente con el templo en terraza de la reina Hachepsuit. Sobre todo en Medinet-Habu es donde nos damos cuenta del aspecto que podían presentar en la época de su novedad esas ciudades cerradas.6 Una barca depositaba al visitante al pie de una doble escalinata; luego se franqueaba, entre dos puestos de guardianes, una muralla de piedra bastante baja, con troneras, separada por un camino de ronda del gran cinturón de adobes. Éste tenía una puerta fortificada parecida a un migdol sirio. Eran dos altas torres simétricas, separadas por un espacio de seis metros que precedía a un edificio cuya entrada era justo bastante ancha para el paso de un carro. Los bajo relieves que lucían las paredes exaltaban el poderío del Faraón. Los eternos enemigos de Egipto, los libios, los árabes, los negros, los nubienses, llevaban ménsulas en la cabeza. Habían de sentirse algo molestos entre esas murallas. En las habitaciones altas los temas son más graciosos. El escultor ha representado a Ramsés acariciando la barbilla de una encantadora egipcia, atendido por sus favoritos. Sin embargo, no era sino un refugio en caso de motín. El palacio y el harén se hallaban un poco más lejos, al lado del templo. Por lo general ahí sólo había guardias. Franqueada la puerta, se llegaba a un amplio patio limitado en el fondo por la muralla de un tercer cinturón que encerraba al templo, al palacio real y al harén, patios y edificios. Unos pequeños alojamientos, apiñados unos contra otros a ambos lados de una avenida central, rodeaban por tres lados esta tercera muralla. El clero del templo y numerosos laicos formaban la población permanente de la pequeña ciudad en que vivía el rey, cuando éste iba a la orilla izquierda, con sus mujeres y numerosos criados. Tal era el castillo de Ramsés, soberano de On en el dominio de Amón. Tal era el Rameseum. Así eran las veinte o treinta ciudades reales de la orilla izquierda. Su aspecto exterior era de los más austeros. Por dentro era una mezcla bastante agradable de maravillas arquitectónicas, de palacios dorados, de casuchas grises. Lo que Egipto podía ofrecer de mas brillo en séquitos, en príncipes y en princesas cruzaba a veces como un rayo las avenidas y los patios. Las risas, los cantos y la música llenaban los apartamientos reales. Terminada la fiesta, por la puerta fortificada no pasaban más que los rebaños, las filas de esclavos llevando un bulto en la cabeza o a cuestas, soldados, escribas, albañiles, artesanos, que, entre clamores y polvo, se desparramaban por talleres y almacenes, por cuadras y mataderos, mientras los escolares y los aprendices se iban a recibir su ración de ciencia y de bastonazos.7 Las ciudades de la Delta no tenían nada que envidiarles a las del Alto Egipto, ni por la antigüedad, ni por el esplendor de sus monumentos. Devastadas por los hiksos, descuidadas por los reyes de la XVIII dinastía, fueron restauradas, agrandadas, embellecidas, por los ramesidas. Ramsés II se hallaba muy a gusto en la Delta oriental. Esa región había sido la cuna de su familia. Apreciaba el clima tan suave, los prados, las grandes extensiones de agua, los viñedos, que producían un vino más dulce que la miel. A orillas del brazo tanítico, en una pradera barrida por el viento, se hallaba una antigua ciudad de teólogos, centro de culto del dios Seth, asiento también de una escuela artística original desde tiempos muy remotos. Se llamaba Hatuarit. Los hiksos hicieron de ella su capital. Desde que Ahmosé los echó de ella, la ciudad vegetaba. Ramsés se instaló en ella en cuanto cumplió con los últimos deberes hacia su padre, y en seguida emprendió los grandes trabajos que debían devolver la vida y la prosperidad a la región y hacer de la antigua ciudad una incomparable residencia real.8 Como en Tebas, el templo y otros edificios estaban encerrados en un gran cinturón de ladrillos. Éste tenía cuatro puertas de las que salían hacia los cuatro puntos cardinales caminos y canales. Se habían traído de Asuán, sin tener en cuenta ni la distancia, ni las dificultades, bloques de granito de inusitado tamaño, para construir el santo de los santos, para multiplicar las estelas y los obeliscos, todos de perfecto cincel. Leones de cara humana, de terrible expresión, de granito negro, esfinges de granito de color de rosa, se hacían frente a lo largo de las avenidas pavimentadas con bloques de basalto. Leones acostados vigilaban delante de las puertas. Diadas y triadas, colosos en pie y sentados, varios de los cuales rivalizaban con los de Tebas y superaban los de Menfis, estaban alineados delante de los pilones. El palacio resplandecía de oro, de lapislázuli, de turquesa. Por todas partes brillaban las flores. Rutas bien sombreadas cruzaban una campiña admirablemente cultivada. Las mercancías desembarcadas de Siria, de las islas, del país de Punt, se amontonaban en los almacenes. Destacamentos de infantería, compañías de arqueros, carros, los marineros de la flota, tenían su acantonamiento cerca del palacio. Numerosos egipcios habían venido a alojarse cerca del sol: "¡Qué alegría residir ahí —dice el escriba Pabasa—, no hay nada que desear! El pequeño está como el grande... Todo el mundo es igual para decirle su requerimiento." Con los egipcios se mezclaban, como en las demás grandes ciudades, los libios y negros. Pero sobre todo los asiáticos pululaban antes del Éxodo y aun después. Allí había descendientes de los hijos de Jacob, otros nómadas que, después de obtener permiso para residir en Egipto, ya no querían irse, los cautivos traídos de los países de Canaán, de Amor, de Naharina, cuyos hijos se convertían a veces, con el tiempo, en agricultores y en artesanos libres. La ciudad real se halló pronto encerrada en una ciudad mucho más extensa en que se sucedían las habitaciones y los almacenes. Esos nuevos barrios también tuvieron su templo rodeado, como el grande, por una muralla de ladrillos. También debió reservarse el lugar para un cementerio,9 pues los egipcios de la Delta no tenían, como los del sur, la facultad de enterrar a sus muertos en el desierto muy cercano. Construían sus tumbas y las tumbas de los animales sagrados en la ciudad, ora fuera de las murallas, ora dentro, a dos pasos del templo. Como el lugar era limitado, ya no se trataba de levantar monumentos tan grandiosos como los de Menfis. Las tumbas, sea cual fuera la jerarquía del personaje que iba a ocuparla, tanto en Tanis como en Atribis, son muy pequeñas. Ramsés II no dejaba mucho que hacer a sus sucesores en cuanto a construcciones. Ramsés III se ocupó principalmente de cuidar y aumentar los jardines y las plantaciones de árboles: "He hecho fructificar —decía— la tierra entera con los árboles y las plantas. He hecho que los humanos puedan sentarse a la sombra de éstos."10 En la residencia de su ilustre abuelo creó inmensos jardines, arregló paseos en la campaña, plantó viñedos y olivares, y la orilla del camino sagrado lucía con brillantes flores.11 En On, el rey hizo limpiar los lagos sagrados del templo "sacando todas las basuras que se habían acumulado desde que la tierra existe". Por todas partes renovó los árboles y las plantas. Creó vergeles para dar al dios Tum vino y licores, un olivar que producía "el primer aceite de Egipto para hacer subir la llama de tu palacio sagrado". El templo de Horus, tan arruinado otrora, mereció pasar a la cabeza de los templos. "He hecho prosperar el bosque sagrado que se hallaba en su recinto. He hecho verdecer los papiros al modo de las lagunas de Akh-bit (donde Horus vivió siendo niño). Había caído en el abandono desde la antigüedad. He hecho prosperar el bosque sagrado de tu templo. Lo he colocado en su lugar exacto que estaba raso. Le he provisto de jardineros para hacerlo prosperar, y produzca libaciones y ofrendas de licores." 12 Era añadir lo útil a lo agradable. Heródoto ha señalado que el templo de Bubastis rodeado de grandes árboles era uno de los que más agradaban a la vista en todo Egipto. No cabe duda que en el siglo XII un viajero hubiera podido experimentar, en muchas ciudades de Egipto, la misma impresión reconfortante. La austeridad de las grandes murallas de ladrillos estaba compensada por las manchas de verdor. A orillas de los brazos del Nilo, los ciudadanos saboreaban la frescura a la sombra de los grandes árboles. En los patios de los templos las flores daban valor a las esculturas. Para los animales, para las plantas y aun para los hombres, hacía falta mucha agua. Hubiera sido una desdicha tener que ir a buscarla al canal, fuera de la muralla, aun cuando ese canal, como en Medinet-Habu, como en Pi-Ramsés, llega cerca de la puerta monumental. En la mayoría de las ciudades rodeadas de un cinturón existía un estanque de piedra.13 Una escalera permitía alcanzar el nivel del agua en toda estación. La existencia de pozos está atestiguada por lo menos desde el Nuevo Imperio. Se han descubierto en las propiedades particulares y asimismo en los barrios urbanos.14 Había por lo menos cuatro en el recinto de Pi-Ramsés. Son de piedra y de cuidada construcción.15 El más pequeño, al oeste del templo, tiene tres metros diez de diámetro. Se bajaba a él por una escalera rectilínea de veintitrés peldaños cubiertos, a los que seguía, en el interior del pozo, una escalera en espiral de una docena de escalones. El más grande, al sur del templo, tiene cinco metros de diámetro. Se baja por una escalera cubierta de cuarenta y cuatro escalones en dos tramos separados por un descansillo. En el pozo mismo podía seguirse bajando por una escalera en herradura y llenar los jarrones aun en la época de las más bajas aguas. Fuera de esa época era más sencillo hacer subir el agua por medio de un chaduf hasta el estanque, que un canalillo unía a un segundo estanque de piedra en el templo mismo. En la parte oriental de la ciudad hemos descubierto varias canalizaciones de barro de diferentes modelos, profundamente enterradas. La más importante está hecha de recipientes que encajan unos en otros, cuidadosamente cimentados. No ha sido posible hasta ahora seguir esas canalizaciones en toda su extensión, descubrir su punto de partida y su punto de llegada. No sólo no podemos señalarles una fecha, sino que ignoramos si servían para traer el agua potable o llevar las aguas servidas. Nos interesa al menos señalar la existencia de esos trabajos, que prueban que la administración faraónica no era indiferente ni al bienestar de los habitantes, ni a la salud pública. El dominio real o divino ejercía a su alrededor poderosa atracción. En las épocas turbulentas, los que tenían miedo forzaban las murallas y no querían moverse más del recinto. Construían sus casas en los parques y en los vergeles, destruían la hermosa perspectiva deseada por los primeros constructores. Hasta invadían el atrio del templo, se encaramaban en lo alto de las murallas, contrariando las ceremonias del culto y la vigilancia de los centinelas. Un médico que ejercía en el reinado de Cambises, Uadch-hor-resné, tuvo el dolor de comprobar que unos extranjeros se habían instalado en el templo de Neith, la dama de Sais.16 Como el gran rey le daba oídos, obtuvo de su Majestad que echaran a todos aquellos indeseables, que derribaran sus casas y sus inmundicias para poder celebrar las fiestas y las procesiones como antes se hacía. Un hechicero, llamado Djed-hor, que vivía en Hathribis, comprueba por su parte que unos simples particulares habían construido sus cabañas de adobes encima de las sepulturas de los halcones sagrados.17 No tenía tan altas relaciones como el médico saíta. De modo que empleó la persuasión y consiguió que los invasores decidieran abandonar el campo y trasladarse a un lugar muy ventajoso que aquél les indicaba. En realidad era un pantano, pero el remedio no estaba lejos. No tuvieron más que derrumbar las casas para tener con qué rellenar los pantanos. Y así se constituyó para la gente de Hathribis un poblado bien situado, limpio y cómodo, apenas algo húmedo en la época de las altas aguas. En Tanis hemos comprobado la invasión del templo por habitaciones. Las hemos hallado en los patios y en los muros. Un tal Panemerit, personaje considerable, mandó construir su casa en el primer patio del templo, contra el pilón, para que sus estatuas obtuvieran los beneficios de las ceremonias sagradas.18 Panemerit vivió mucho después que el médico de Sais o el brujo de Hathribis. Pero Egipto es una tierra de costumbres. Daremos pruebas de ello. Los hechos que hemos denunciado, según documentos tardíos, me parece que son de los que debieron repetirse más de una vez en el correr de los tiempos. Aprovechando el descuido o la debilidad de las autoridades, los habitantes dejaban sus barrios menos favorecidos para ponerse al amparo de las altas murallas y quizá para estar al alcance del pillaje. Cuando la autoridad volvía a ser vigilante, barrían a los parásitos. El templo, la ciudad real, recuperaban su esplendor hasta la próxima vez. En los tiempos de Seti I, del gran Sesostris, de Ramsés III, a nadie se le hubiera ocurrido instalarse en un terreno reservado, pero pudo suceder entre Merenptah y Seti-Nekht, y aun se vieron cosas peores en tiempos de los últimos Ramsés. II. - LOS PALACIOS Los contemporáneos admiraban mucho el palacio real de Pi-Ramsés. Su descripción es desgraciadamente muy vaga. Ni siquiera el lugar se conoce exactamente. Las excavaciones no han proporcionado ningún dato positivo sobre el particular. Se conocen en la Delta otras residencias reales. Se han encontrado vestigios de un palacio en Quantir, pueblo a la sombra de hermosas palmeras, a veinticinco kilómetros al sur de Pi-Ramsés.19 Cuando el Faraón esperaba a su novia, la hija del rey hitita, que, en pleno invierno, cruzó para llegar a él el Asia Menor y Siria, tuvo la galante atención de mandar construir en el desierto, entre Egipto y Fenicia, un castillo fortificado donde fue a esperarla. A pesar de su alejada situación, dicho castillo rebosaba de cuanto pudiera desearse. Cada uno de los cuatro costados se hallaba bajo el patrocinio de una divinidad: Amón custodiaba el occidente, Setekh el mediodía, Astarte el levante y Uadyit el norte. En honor del rey de Egipto y de su esposa asiática habían reunido dos divinidades egipcias y dos asiáticas, pues Seth había adoptado el tocado y el taparrabo de los Baals y casi no se parecía a un dios egipcio. Cuatro estatuas que tenían nombres como seres vivientes, Ramsés-Miamún, Vida, Salud, Fuerza, Montu en ambas tierras, Encanto de Egipto, Sol de los príncipes, hacían las veces de dios, de heraldo, de visir y de bajá.20 En el interior de su ciudad que está al occidente de Tebas, Ramsés III tenía un palacio que él llamaba su casa de alegría, cuyos vestigios han sido conservados y estudiados por los arqueólogos del Instituto Oriental de Chicago.21 La fachada de ese palacio daba al primer patio del templo. Los bajorrelieves que la decoraban, y que se veían entre las columnas del peristilo, habían sido muy cuidadosamente elegidos para exaltar el poderío del rey. Adorno de un cielorraso egipcio. Ramsés mataba a sus enemigos a mazazos. Seguido de brillante escolta, visitaba sus caballerizas. Montado en su carro, cubierto con sus armas de guerra, tomaba el mando de su ejército. En fin, asistía con toda su corte a las luchas y ejercicios de sus mejores soldados. En el centro de esa fachada estaba adosado el balcón de las reales apariciones, ricamente decorado y precedido de cuatro columnitas papiriformes muy esbeltas que soportaban una cornisa de tres pisos. El disco alado se cernía sobre el piso inferior. Unas palmas ocupaban el piso intermedio y unos uraeus tocados con el disco el piso superior. Era ahí donde el rey se mostraba cuando el pueblo estaba autorizado a amontonarse en el patio para la fiesta de Amón. Ahí era donde distribuía recompensas. El balcón comunicaba con las habitaciones reales. Éstas comprendían, en el centro, varias salas con columnas, una de las cuales era la sala del trono, la cámara del rey y su cuarto de baño. Esa parte central estaba aislada por un vestíbulo de las habitaciones de la reina, que comprendían varias cámaras y cuartos de baño. Largos corredores rectilíneos facilitaban las idas y venidas y también la vigilancia, pues Ramsés III, instruido por la experiencia, era desconfiado. La decoración interior de la sala del trono parece haber sido austera, a juzgar por las láminas esmaltadas descubiertas hace más de treinta años y los fragmentos de bajo relieves descubiertos recientemente por la misión norteamericana. El rey está representado en todas partes de pie en forma de esfinge y por sus nombres jeroglíficos. Los enemigos de Egipto se hallan maniatados ante él. Visten ricas vestimentas bordadas con adornos bárbaros, y se ha tenido gran cuidado en representar exactamente su fisonomía, el tocado, sus alhajas. Los libios están tatuados. Los negros llevan zarcillos. Los sirios lucen una medalla colgando del cuello. Los nómadas chasus sujetan con un peine sus largas cabelleras echadas para atrás.22 No está vedado pensar que las cámaras del rey y de la reina estaban decoradas con asuntos más graciosos. El área cubierta por la habitación real no era muy considerable. Es un cuadrado que tiene menos de cuarenta metros de lado. Sin duda el rey no pasaba en él largas temporadas, pues podía alojarse del otro lado del agua. En la Delta le sobraba donde elegir. Menfis, On, Pi-Ramsés sólo esperaban recibirlo. Había emprendido entre On y Bubastis, en el lugar que los árabes han llamado Tel el Yahudieh, una construcción nueva donde se han descubierto láminas esmaltadas por el estilo de las halladas en Medinet-Habu.23 El tiempo ha maltratado tanto los palacios de los Setis y de los Ramsés, que no podemos abstenernos, para formarnos una idea menos somera del palacio de un faraón en el Nuevo Imperio, de transportarnos con el pensamiento a la residencia de Akhenatón, que es muy poco anterior a aquéllas. Los pavimentos de las salas de columnas representan un estanque de peces, cubierto de nenúfares, sobre el que vuelan pájaros acuáticos, rodeado de cañas y papiros. En medio de bosquecillos saltan terneros, y hacen levantar vuelo a los patos silvestres. En los fustes de las columnas se enroscan las cepas y las enredaderas. Los capiteles y las cornisas estaban realzados de incrustaciones brillantes. En las paredes estaban pintadas escenas de la vida familiar. El rey y la reina están sentados uno frente a otro, Akhenatón en una butaca, Nefert-Ity en un almohadón. Tienen un crío en las rodillas; la mayor de las princesas rodea con los brazos el cuello de la menor. Otras dos princesitas juegan en el suelo.24 Se ha dicho, exagerando algo, que jamás se pintó una escena tan encantadora en el arte egipcio. En realidad, los estanques, los papiros, los pájaros, los animales que brincan o galopan forman parte del repertorio corriente. En Medinet-Habu hemos visto al rey rodeado de graciosas favoritas. No tememos afirmar que los palacios del Faraón en las dinastías XIX y XX estaban siempre decorados con el mismo lujo. Como en los tiempos de Akhenatón, las paredes, los techos, los pavimentos, las columnas y las cornisas pintados con brillantes colores eran una alegría para la vista y para el espíritu. La riqueza del mobiliario, el lujo de los adornos y de los vestidos completaban un conjunto de extrema distinción. III.-LAS CASAS Los grandes personajes se esforzaban por imitar el lujo y el confort de las moradas reales. Sus residencias de la ciudad o del campo, que a veces medían una hectárea, o más, estaban rodeadas, como el dominio divino o real, de una muralla ancha y alta, que se franqueaba por una puerta de piedra para ir a la habitación del señor, mientras que puertas secundarias, simples aberturas en la muralla, llevaban a las dependencias de servicio y a los jardines. Así era, en Bubastis, la casa a la que la pérfida Tbubui atrajo a su enamorado. La casa de Apuy parecía un templo pequeño. Precedía la fachada un pórtico de columnas papiriformes. El arquitrabe soportaba una cornisa decorada con palmas. La puerta de entrada estaba encuadrada de piedra labrada y el dintel decorado con palmas.25 La casa donde el rey Ai recibió y recompensó a la mujer de Neferhotep tiene columnas en la azotea. Éstas soportan un techo ligero que desborda por todos lados y apoya las extremidades sobre columnas altas y delgadas que forman un peristilo alrededor de la casa.26 Podemos darnos una idea del aspecto exterior de esas dos habitaciones, gracias a las pinturas que Apuy y Neferhotep hicieron ejecutar en sus tumbas. Para la disposición interior hay que visitar las excavaciones de El Amarna. Del pórtico de entrada se pasa a un vestíbulo antes de penetrar en las piezas de recepción, cuyo techo sostienen unas columnas. A esas salas públicas siguen unos vestuarios en los que se han encontrado arcas de ladrillos que han podido servir de armarios para la ropa blanca y los vestidos, y cuartos donde se almacenaban las provisiones y los refrescos. Los apartamientos de los dueños de casa, con los cuartos de baño, los excusados, ocupan el resto del edificio. Las paredes del cuarto de baño están recubiertas de piedra. En un rincón se ha encontrado una losa de piedra rodeada de un tabique bajo de albañilería, detrás del cual un sirviente podía echar el agua al que se bañaba. Éste, después del baño, se sentaba en un asiento cercano para que lo friccionaran. El excusado, detrás del cuarto de baño, está encalado y tiene un asiento perforado, de piedra caliza, colocado sobre unos cajones de ladrillos que contenían arena.27 Toda casa algo confortable está rodeada de varios patios. En uno de ellos están los silos en forma de colmena. Las perreras y las caballerizas se hallan al norte. Al este forman fila, generalmente, la cocina, la panadería y las casitas de adobe de la servidumbre. De modo que éstos se veían obligados a hacer un recorrido bastante largo para llevar los platos a sus señores. Una entrada de servicio les permitía llegar a las piezas de recibo. Las casitas están en su mayoría divididas en cuatro habitaciones, una entrada, una pieza central cuyo techo lo sostiene una columna, en el fondo la cocina y un cuarto. La familia se amontona en ese pequeño espacio que a veces comparte con los animales. Una escalera permite subir al techo. Las casas de los intendentes, en la extremidad de ese barrio, son espaciosas y cómodas.28 Generalmente un pozo de piedra provee el agua potable. Los jardines están divididos en cuadros y en rectángulos por avenidas que se cortan perpendicularmente, bien derechas, plantadas con árboles, sombreadas por parras, bordeadas de flores. Los egipcios cuidaban mucho de esto. Anna reunió en su casa casi todos los árboles que crecían en el valle del Nilo, la palmera datilera, la palmera "dum", el cocotero, la que llamaban palmera del cuclillo, el sicómoro, la higuera, cupulíferas, el azufaifo, el pérsico, el granado, la acacia, el tejo, el tamarisco, el sauce, y algunos otros que no han sido identificados; en total dieciocho especies.29 Edificios contiguos al templo del Disco del Sol. (De la tumba de Meryré en Tel el Amarna.) Rekhmaré, asimismo, cultivaba, en su jardín, rodeado de sólidas murallas, todas las especies de árboles y de plantas conocidas en su tiempo.30 A menudo edificaron bajo los árboles un templete de materiales livianos, pero no desprovisto de elegancia. Los dueños de casa comían allí durante el verano. Por todas partes se ocultan barracas de madera en que se refrescan las bebidas en grandes zirs ocultas bajo las hojas, al lado de las mesas y de los aparadores donde los sirvientes han dispuesto artísticamente todos los refinamientos de la cocina egipcia. Casas de campo de egipcios acaudalados, rodeadas de árboles jardines. No se puede imaginar un jardín sin estanque. Éste es por lo general de forma cuadrada o rectangular y de albañilería. Los nenúfares cubren la superficie. En él se bañan patos. A él se llega por una escalinata, y una barca espera casi siempre el capricho de sus habitantes.31 Las casas ocupadas por la clase media poseen generalmente varios pisos y, además, a veces, silos en los techos Ningún adorno alegra la fachada. La puerta, encuadrada por dos montantes y un dintel de piedra, está colocada cerca de una esquina. El piso no recibe claridad sino por la puerta. Las ventanas, en número de dos o de cuatro, y aun de ocho por piso, son pequeñas, cuadradas y están provistas de una cortina para proteger a los habitantes del calor y del polvo. Hemos encontrado en Tanis un marco de ventana, de piedra, que casi no mide más de un codo de lado. Una losa calada podía servir de cortina. En la misma Tanis hemos encontrado los dos cartuchos calados del rey Merenptah inscritos en una ventana cuadrada. En algunas pinturas tebanas hay rayas horizontales trazadas en las paredes, como si estuvieran hechas con maderos o guarnecidas de tablas. La explicación de esas rayas la tuvimos en Tanis, donde comprobamos que los albañiles extendían la mezcla sobre las capas horizontales, mientras que las juntas verticales están simplemente unidas con barro. Una vez terminada, la pared parecía rayada horizontalmente con largos trazos blancos. Las habitaciones del piso bajo están afectadas de preferencia a los artesanos. Es el caso, por ejemplo, de Tebas, en la casa de un tal Thuty-nefer. Unas mujeres hilan. Unos hombres hacen funcionar el telar. En la habitación próxima muelen el grano, preparan el pan. Los señores viven en el primer piso en una habitación bastante espaciosa, alumbrada por ventanitas colocadas altas, cuyo techo está sostenido por columnas lotiformes. La puerta parece decorada con láminas esmaltadas, a menos que la madera haya sido esculpida directamente. En las paredes no se distingue nada, pero en las costumbres de los egipcios figuraba la de cubrir con pinturas todas las superficies disponibles. En Tanis, en una casa de baja época cuyos tabiques interiores habían sido revocados con yeso, he recogido láminas en las que habían dibujado bailarinas y barcos. Sin duda alguna esa moda era antigua, y tenemos, razones para creer que las piezas de las casas se parecían a las piezas de las tumbas tebanas en las cuales hay una viña pintada en el techo, mientras que la cacería, un viaje a la ciudad santa de Osiris y otras escenas por el estilo figuran en las paredes. El segundo piso tiene el techo tan bajo que quienes lo ocupaban no tenían ni siquiera necesidad de empinarse para tocarlo con la punta del dedo. En una pieza de ese piso tiene su tocador el dueño de casa. Está sentado en una butaca. Unos sirvientes le traen una jarra y una palangana, un abanico y un espantamoscas. Unos escribas se acuclillan para leer la correspondencia y anotar las órdenes. Otros sirvientes circulan sin cesar por la escalera y corredores, llevando líos en la cabeza y jarras llenas de agua suspendidas en los extremos de la palanca colocada en los hombros.32 En la casa de un tal Mahu se utilizan los pisos siguiendo el mismo principio. Las jarras están acumuladas en el piso bajo. En el primer piso se halla el comedor. El segundo piso está colmado de broqueles, armas y utensilios varios. Como Mahu era jefe de policía, tenemos razones para creer que ahí pasaba la noche, para poder, si llamaban de pronto durante la noche, alcanzar sus armas y acometer a los bandidos. Como regla general los techos son planos. Se subía a ellos por una escalera, ya de madera, ya de mampostería. Unos, como en Thuty-hotep, instalaban en ellos silos de granos. Otros erigían en los bordes un enrejado para la seguridad de los niños o para protegerse de las miradas indiscretas cuando pasaban la noche al raso. Nebamón y Nakhti instalaron en el techo dos apéndices en forma de triángulo rectángulo que han sido interpretados como bocas de aire. Sin embargo, las casas de techo puntiagudo no eran desconocidas en Egipto. En una tumba de Abu Roach, cerca de El Cairo, contemporánea del rey Den, el cual vivió casi dos milenios antes que los Ramsés, he encontrado dos piezas de juego de marfil que representan casas cuyo techo inclinado está formado por dos triángulos y dos trapecios.33 Este tejado, muy adelantado, sorprende en una época tan remota. Sólo pudo ser imaginado en un país donde llovía y la madera no escaseaba. En Egipto las lluvias no son algo abundantes más que en la zona de la costa, donde en nuestros días todas las casas terminan en azotea. De manera que es probable que las piezas de Abu Roach reproduzcan un tipo de habitación extraño en Egipto. No tenemos ninguna prueba de que se lo usara en la época de los Ramsés en un punto cualquiera del territorio. Ni siquiera en Tebas estaban las habitaciones tan próximas unas a otras, no escaseaba tanto el terreno, como para que fuese imposible que algunos árboles crecieran, ya sea en un patinillo interior, ya sea delante de la fachada. En casa de Nebamón, dos palmeras parecen salir del techo, lo que no impide que Reconstrucción de la residencia de un egipcio acaudalado de la dinastía XVIII. Las paredes están abiertas para mostrar la disposición del vestíbulo a la izquierda y del amplio comedor. estén muy cargadas de dátiles. En casa de Nakhti, una palmera y un sicómoro dan sombra a la puerta. Una casa mucho más alta que larga, representada en la tumba 23 de Tebas, está comprendida entre dos hileras de árboles. Otra, conocida por tumba 254, está precedida por tres granados que salen de cajones de arcilla incrustados de adornos de colores varios y de dos palmeras "dum".34 Los egipcios hacían cuanto podían, aun en la clase modesta, para darse habitaciones agradables y confortables. También lo hacían para defenderlas de los enemigos del descanso hogareño, muy numerosos en su país: insectos, ratas, lagartos, serpientes y pájaros ladrones. El papiro médico Ebers nos ha conservado algunas recetas útiles.35 ¿Quiérense suprimir los insectos de la casa? Hay que lavarla con una solución de natrón, o bien embadurnarla con un producto llamado "bebit", aplastado sobre carbón. Si se coloca, ya sea natrón, o un pescado seco, la tilapia nilótica, o semillas de cebolla en la entrada del agujero de una serpiente, ésta no saldrá del hoyo. La grasa de oropéndola es excelente contra las moscas, la hueva de peces contra las pulgas. Si se pone grasa de gato sobre sacos o bultos, las ratas no se acercarán a ellos. Se impedirá que los roedores se coman los granos quemando en los graneros excrementos de gacela o embadurnando las paredes y el piso con una solución de éstos. He aquí un medio infalible para impedir las rapiñas del milano. Se planta una rama de acacia y se dice: "Un milano ha robado en la ciudad y en la campaña ... Vuela, cuécelo, cómetelo." Decir esas palabras sobre el palo de acacia después de haberle colocado un pastel, era el medio de impedir que el milano robara. Una fumigación era eficaz para sanear el olor de las habitaciones de ropas. No estaba al alcance de todos, puesto que había que mezclar incienso, resina de terebinto, además de otros productos exóticos y egipcios. Esta receta, como las anteriores, testimonia el deseo de tener la casa limpia y aseada. Ese deseo tan natural debió inducir a las autoridades a que tomaran medidas generales para evacuar las aguas servidas y retirar los detritos, los residuos caseros. Sin embargo, como no tenemos documentos sobre el particular, no podemos afirmar nada. IV. - EL MOBILIARIO En los salones de recibo del palacio, tanto como en las casas de los ricos, el mobiliario consistía esencialmente en asientos varios. Los había muy sencillos, que parecían una caja cuadrada provista de un respaldo no más alto que la mano. Los costados estaban decorados con multitud de escamas encuadradas por el astrágalo egipcio. La riqueza de los materiales, la calidad del trabajo podían, por lo demás, compensar la simplicidad del objeto. Mucho más elegantes y aun más cómodas eran las butacas caladas cuyo asiento, que descansaba sobre cuatro patas de león, tenía un respaldo alto y dos brazos. Para el rey y la reina, eso no era suficiente. Anverso y reverso del respaldo y de los brazos están decorados con asuntos tomados del repertorio de la gran escultura, grabados en la madera, de cuero o de metal repujado, de oro, plata, cobre y piedras preciosas incrustadas. El rey, bajo la forma de un grifo o de una esfinge protegida Casa de Meryré. Vista lateral. por el uraeus, el buitre o el halcón, destroza con sus garras a un asiático o a un negro. Unos seres grotescos, como los que se traían a gran costo del país de Punt o del Alto Nilo, bailan tocando el tamboril. El rey recibe de manos de la reina la flor que hace amar. La reina ata una gola al cuello de su marido. La extremidad de los brazos llevan cabezas de león o de halcón, o de mujer. Entre los pies, las plantas simbólicas del norte y del sur nacen de una base y se anudan alrededor de un gran jeroglífico que significa unión.36 Se fabricaban dos clases de taburetes. Los más simples tenían las patas verticales. En los más lujosos, los pies, terminados en cabeza de pato, estaban cruzados en X. Los travesaños también terminaban en cabezas de animales. Cubrían el suelo con esteras, y por doquier profusión de cojines.37 Se colocaban almohadones en la espalda y bajo los pies de las personas sentadas en las butacas. Cuando los presentes eran más numerosos que los asientos, los últimos en llegar y los más jóvenes se sentaban en los almohadones o directamente en las esteras. El comedor, si era distinto de la sala de recibo, tenía asientos y mesitas para los comensales, mesas y estantes para depositar los canastos de frutas, los platos de carne y de legumbres, los jarros y los vasos. Esos muebles son numerosos, pero pequeños. A los egipcios jamás se les ocurrió fabricar grandes mesas a cuyo alrededor pudieran reunirse varios convidados. Comían solos o de a dos. En épocas remotas empleaban dos clases de vajilla. La común era de barro; la de lujo, de piedra. Las piedras utilizadas eran sobre todo el esquisito negro o azul, el alabastro, menos frecuentemente el mármol brecha rojo, el granito para las jarras de gran capacidad, el cristal de roca para los cubiletes. Con esas diversas materias fabricaban jarras cilíndricas u ovoides, cubiletes, tazones, copas, platos, cazuelas con un pico, jarros, soperas, jarrones con pies. Artesanos dotados de más imaginación esculpían en la panza la red que servía para llevar el jarrón o daban a un recipiente la forma de un barco o de un animal.38 Nunca dejaron de fabricar hermosos vasos de piedra. Las tumbas del Nuevo Imperio han proporcionado importantes series. Sin embargo, emplean más gustosos la vajilla de oro o de plata. Se hacían aguamaniles para los usos litúrgicos y multitud de piezas para uso profano.39 Preparaban infusiones calientes en calderas que se parecen a nuestras teteras, provistas de un colador interior fijado delante del pico. Si se prefería, podían echar la bebida caliente sobre un colador del que caía en la copa que el consumidor tenía en la mano. El famoso jarro de la cabritilla del tesoro de Bubastis era muy a propósito para contener leche. Las vasijas para verter líquidos tenían muy variadas formas: cubiletes de fondo arqueado provistos de un pico, semiesferas con asa y pico, cubiletes soldados en la punta de un vástago largo como las medidas de nuestros lecheros. Las cráteras, las copas escaroladas convenían muy bien para las cremas y los pasteles. Ramsés III no hubiera consentido en salir en campaña si su oficial de ordenanza no hubiese llevado un cubilete con asa de oro que contenía alrededor de tres litros y su garrafa.40 Los que no podían costearse esa vajilla de gran lujo se conformaban con una de barro. Desde hacía algún tiempo los alfareros se habían puesto a producir bonitas piezas de alfarería fina, en las cuales pintaban, ya sea ornamentos geométricos o florales, ya sea escenas animadas como las que se ven grabadas en vasos de metal: un pájaro devorando a un pescado, animales echados a correr. Desde principios del Nuevo Imperio, Egipto recibía del extranjero, de las islas, de Siria y de Nubia, piezas de puro adorno de metal y piedras preciosas, cráteras, ánforas, veladores absolutamente inutilizables, que servían de pretexto para reunir toda la flora y toda la fauna real o imaginaria. Los templos recogían, la mayor parte de esos objetos preciosos, pero el Faraón guardaba para sí algunos hermosos ejemplares. El gusto de esas piezas exóticas se propagó en la población. Los orfebres egipcios se pusieron a fabricarlos. El príncipe Qenamón, encargado de las funciones superiores, tenía entre los deberes a su cargo el de presentar al rey los regalos de año nuevo. Éste hizo dibujar en su tumba la colección completa de esos regalos fabricados en los talleres reales.41 Se observa, en particular, un mueble sobre el cual crece un bosque de palmeras "dums" y de palmas sirias combinadas con nenúfares y margaritas. Unos monos trepan por los estípites para recoger los cogollos de palmera. Otras piezas concuerdan más con el gusto tradicional. Estatuas de ébano, otras de ébano enriquecidas con oro, representan al rey y a la reina con atributos varios, en un zócalo, en un armario, esfinges con cabeza humana, con cabeza de halcón, cabras, gacelas tendidas sobre una mesa, cofres. Todos esos objetos supongo que se destinaban para alhajar los palacios reales, y muchos encontraban un lugar en las salas de recepción. Casa de Meryré. Vista de frente. En las alcobas, la cama es la pieza esencial. Las hay muy simples: un bastidor de madera que sostiene una trama colocada sobre cuatro patas. Estas patas a menudo están esculpidas en forma de patas de toro o de león. La tumba de Tut-ankh-Amón ha conservado tres camas suntuosas, cuyos costados están formados por un animal completo, vaca, pantera o hipopótamo. La cámara contenía también armarios de madera adornados con incrustraciones, en los que se guardaban la ropa blanca y las vestimentas. Los utensilios de tocador, los espejos, los peines y peinetas, las pelucas, se guardaban en cajas y cofrecillos de todo tamaño; los productos de belleza, los ungüentos, los perfumes, en arquetas de obsidiana y de marfil. En las habitaciones reservadas a los miembros de la familia, a los niños y a las jóvenes, se dejaban instrumentos de música y cajas de juguetes. Corte parcial de la casa de Ey. Las oficinas estaban amuebladas con armarios de un tipo especial, en los que se encerraban los manuscritos, los rollos de pergamino y de papiro y todo el material de escriba. Cuando un papiro estaba cubierto de escritura, lo enrollaban, lo ataban y lo sellaban. Los rollos se empaquetaban, los paquetes se colocaban en carteras de cuero y éstas desaparecían en los armarios.42 Los escribas no necesitaban mesa. Les bastaba con extender el papiro sobre las rodillas. En caso de necesidad escribían de pie sujetando el papiro con la mano izquierda sin doblarlo. Cuando tenían que salir, ponían cuanto necesitaban para escribir en una especie de saco rígido de fondo chato, provisto de un cierre de corredera y una correa de suspensión. El mobiliario de las cocinas comprendía mesas de cuatro patas y recipientes de toda forma y tamaño en alfarería gruesa. Las hornillas eran de tierra refractaria. Las de metal de largo pie sobre las que se sollaman gansos, sólo se empleaban, según creo, en los templos, y no hubieran servido a un buen cocinero. En las casas más pobres, donde toda una familia se amontonaba en veinte metros cuadrados, y aun menos, el mobiliario se reducía a unas esteras y algunas vasijas de barro. En éstas, unos estantes y arcas de madera representaban una prueba de bienestar.

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